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Opinión 7 de abril de 2014

Por esa razón, resulta alarmante presenciar el estado y la forma de funcionamiento del Poder Judicial peruano, una institución que, salvando valiosas excepciones, parece corroída por la ineficiencia, la corrupción y la insolvencia intelectual y profesional. Igualmente preocupante es observar que al paso de las décadas y no obstante diversas propuestas de reforma desde el sector público o desde la sociedad civil, parece tratarse de una institución resistente a todo intento de transformación. Hoy, la justicia peruana sigue siendo un reino de ineficiencia que desmoraliza a cualquier ciudadano que aspire a ver sus derechos garantizados por jueces y fiscales. Y, en los casos notorios, esos que involucran a grandes delincuentes, la impunidad que habitualmente les ofrece la magistratura se convierte en una constante negación de nuestro orden democrático, en una continua y corrosiva pedagogía antidemocrática que esparce escepticismo, cinismo y desapego ciudadano frente a las leyes e instituciones que nos deberían regir. Ciertamente ello se vuelve aún más destructivo, si cabe, cuando los beneficiarios de la negligencia, la insolvencia y hasta la venalidad judicial son autoridades o funcionarios públicos, activos o en retiro, a quienes jueces y fiscales relevan de responder por enormes actos de corrupción o por crímenes atroces contra los derechos fundamentales.

Es por ello que diversas organizaciones de la sociedad civil, tales como organizaciones no gubernamentales y universidades, han tomado a su cargo la tarea de brindar mejor formación académica y profesional a jueces y fiscales, una labor indispensable que el Estado debería realizar cotidianamente. Esa es una forma de llevar a la práctica un auténtico compromiso ciudadano y de trabajar por la consolidación de nuestra democracia. Es curioso, por esa razón, que desde algunas tiendas políticas se ataque repetidamente a una tarea de pedagogía cívica que solo puede redundar en provecho de la ciudadanía. Por una extravagante deformación lógica, ideológica y ética, para un sector político de nuestra sociedad –normalmente asociado al fujimorismo o a familias políticas de ultraderecha— promover el respeto a la Constitución y a la ley, y brindar a jueces y fiscales los instrumentos para que cumplan su función al respecto, aparece como una suerte de ofensa o de confabulación.

Las organizaciones comprometidas con esta tarea tienen no solo el derecho sino también la obligación moral de perseverar en esta tarea. Cada día, alguna inexplicable resolución de un juez o fiscal nos recuerda cuán desprotegidos se encuentran peruanos y peruanas frente a la arbitrariedad del poder y frente a la criminalidad de grupos e individuos poderosos. Ciudadanos y colectividades que defienden sus derechos se encuentran cotidianamente con decisiones judiciales que nacen de un craso desconocimiento de la ley o bien de la simple y omnipresente corrupción. Por esta misma razón, la formación que ofrecen entidades como la Universidad Católica no es únicamente académica, sino que incorpora de manera importante una dimensión: las autoridades judiciales deben asumir su papel de ciudadanos y deben aprender a respetar y valorar a sus conciudadanos.

Es un esfuerzo grande que ha dado algunos frutos. Pero no cabe llamarse a engaño. El verdadero cambio no tendrá lugar mientras las autoridades del Estado no asuman su responsabilidad. La arquitectura institucional, los canales de incorporación y ascenso en el Poder Judicial, los mecanismos de fiscalización, todo ello está detrás de este recurrente fracaso que es una repetida agresión a todos los peruanos en cuanto ciudadanos. Cada día, algunos jueces famosos por su vergonzosa ejecutoria nos recuerdan que hay una enorme tarea por delante.

La República