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Opinión 27 de marzo de 2015

Raúl se adentró en el campo de la Historia y a lo largo de muchos años, décadas en verdad, formó a quienes habían elegido esa disciplina para estudiarla en los claustros de la Pontificia Universidad Católica del Perú.

Alumno de excelentes maestros como Onorio Ferrero, Luis Jaime Cisneros y José Agustín de la Puente, –entre otros–, fue compañero de estudios de personajes tan entrañables como Pedro Rodríguez Crespo, Luis Loayza, Enrique Carrión, Armando Zubizarreta y José Antonio Del Busto.  Una vez integrado a la docencia fue maestro de brillantes jóvenes como Franklin Pease, por ejemplo, quien revolucionaría a través de sus estudios de Etnohistoria la visión y comprensión que, durante mucho tiempo, habíamos poseído sobre nuestro pasado.

De otra parte y más allá del trabajo en las aulas Raúl cultivó una sincera amistad  con sus colegas y mostró allí que la textura de quien en verdad hace magisterio no se agota en el terreno de lo puramente académico.  Su vinculación con quienes le rodeábamos era guiada por un buen natural que le inclinaba al consejo oportuno y discreto y es así que empleaba su inteligencia –acompañada en ocasiones de un humor punzante– intentando que todos, y en primer lugar él mismo, halláramos el sentido más profundo que debiera animar a nuestras palabras y a nuestros actos. 

Los rasgos de su personalidad a los que me refiero no solamente se hicieron presentes en las aulas y en la añorada “vida de patio” que nos tocó compartir.  Su talante también impregnó las tareas administrativas que, a lo largo de los años, tuvo que desempeñar.

Fue miembro del Consejo Universitario y en él sus sensatas intervenciones ayudaron,  no pocas veces, a la adopción de decisiones acertadas de ese cuerpo de gobierno.  Como Jefe del Departamento de Humanidades, de otro lado, manifestó una especial intuición que le permitió alentar la carrera de jóvenes docentes que, al cabo de los años, probaron que  no se había equivocado al apoyarlos.

Persona que amaba el cine y la lectura, Raúl fue también desde hace años un puntual asistente, junto con Elsa su esposa, a todos los conciertos organizados por la Sociedad Filarmónica de Lima.  Su afición por la música, no hacía sino ratificar que era una persona que amaba y respetaba la cultura a la cual no consideraba como simple adorno que se podría, sin menoscabo espiritual, dejar de lado.  Hombre honesto, animado por una fe madura, fue compasivo pero no por ello débil. 

Esposo amante y amado.  Raúl ha partido.  Sin embargo –desde el destino superior que, de seguro, le ha deparado la Trascendencia– de alguna manera nos sigue acompañando,  pues permanece en la memoria de todas aquellas personas que aprendimos a quererlo y asimismo su nombre y sus acciones ya han quedado anotadas en la historia,  casi centenaria, de la Universidad que él tanto amó.