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Opinión 19 de diciembre de 2013

Ha muerto Nelson Mandela y como no podría ocurrir de otra manera han aparecido –y ello continuará– una serie de artículos en homenaje  a esta personalidad que, de algún modo, ha dejado su impronta en la historia contemporánea. Habiendo presidido la Comisión de la Verdad y Reconciliación en nuestro país, resultaría inexcusable que no dedicara las líneas que siguen a  quien simbolizó con su vida, a través de sus actos, un rotundo rechazo político y moral a la discriminación irracional e injusta de las personas en razón de su raza.  

En efecto,  Nelson Mandela es, sin dudarlo, uno de los referentes básicos en el combate moral y político contra la exclusión y la violencia racial.  Como sabemos en pleno siglo XX, el sistema segregacionista del Apartheid  en Sudáfrica impuso privilegios sociales y políticos de una minoría blanca, desconociendo los derechos fundamentales a la mayoría negra. La población aborigen, no podía elegir autoridades ni ser elegidos, ni celebrar matrimonios interraciales,  la mayoría negra se veía forzada a habitar zonas reservadas por el gobierno afrikáner, así como a asistir a las escuelas, ingresar a los hospitales o recurrir a los servicios de transporte que el régimen había dispuesto para ellos. Tal estado de cosas violaba abiertamente los derechos más elementales de la persona humana, y expresaba en toda su  crudeza una actitud que, más allá  de ese país, se practicaba quizás de modo menos atroz –pero obedeciendo al mismo principio negador de la igualdad en dignidad y derechos de todos los hombres–  en  otras naciones orgullosas de su democracia y libertad.  Recordemos sino a los Estados Unidos de América y la segregación racial practicada de modo abierto en épocas anteriores a Kennedy y Martin Luther King.

En Sudáfrica Nelson Mandela fue uno de los líderes principales de la resistencia a esa situación de opresión e injusticia. Predicó la desobediencia pública y participó activamente en las movilizaciones contra el Apartheid. La represión estatal se intensificó y sus acciones cobraron numerosas víctimas. En el año 1964 Mandela fue condenado a prisión por cargo de “traición”. Pasaría veintisiete años en la cárcel. Y aquí lo más conmovedor y profundo de esa vida: lejos de quebrarse por la dureza del cautiverio, se sobrepuso a él y extrajo del fondo mismo de su conciencia moral la fuerza suficiente para superar agravios y robustecer los principios de justicia e igualdad que le animaron desde joven.  Luchó así por la igualdad de derechos y de oportunidades entre blancos y negros. Anhelaba un país que no sufriera fracturas sociales y espirituales por motivos de discriminación señalando una y  otra vez la necesidad de lograr la abolición de las leyes racistas y la instalación de un régimen libre recurriendo a métodos pacíficos.  

Liberado en febrero de 1990, tres años más tarde recibiría el Premio Nobel de la Paz. En abril de 1994 –ya bajo una nueva Constitución que aprobó el sufragio universal– los sudafricanos lo eligieron como presidente de gobierno en reconocimiento a sus virtudes políticas y a su coherencia en la defensa de los derechos de todos sus compatriotas. En el ejercicio del poder, Mandela puso de manifiesto generosidad personal y estricta vocación por el diálogo con las diferentes fuerzas partidarias presentes en su país. Estuvo dispuesto a concertar con  antiguos adversarios políticos, con el fin de superar el tiempo de violencia que había desangrado Sudáfrica por décadas y se propuso sentar las bases de una república plural, observante del principio filosófico del Ubuntu:  la construcción moral del yo a través de la conexión dentro de un amplio nosotros.  Justamente en esta línea de acción y de reflexión su gobierno dio vida a la Comisión para la Verdad y la Reconciliación que presidió el arzobispo anglicano Desmond Tutu, Premio Nobel de la Paz de 1984.

Mandela es un ejemplo de compromiso inquebrantable con la paz y sus exigencias morales y políticas. Quienes  estudien a fondo su vida y su legado espiritual estarán  de acuerdo en señalar que se trata de un creyente lúcido  en las posibilidades de la justicia y en la capacidad humana de tender puentes entre las personas con el objetivo de superar situaciones de enemistad y crisis. Convicción que resulta imprescindible para la constitución de una humanidad libre y atenta a la escucha de todas las expresiones razonables de sentido.