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Opinión 8 de junio de 2017

Ahora bien, suele ocurrir que no reflexionamos sobre cómo las condiciones de nuestra humanidad se despliegan a través de estos instrumentos cuyo sentido damos por sentado. La velocidad con la que su presencia nos transforma no nos da el tiempo de cuestionarla o de entenderla. Quizás ello ocurra por la poca costumbre que tenemos de meditar sobre nuestra propia existencia.

Tal falta de reflexión que denota la ausencia de comprensión de nosotros mismos nos reduce a la condición de meros usuarios de artefactos y no de hacedores de nuestras vidas. Es significativo que una de las características de nuestro tiempo sea el cada vez menor aprecio por la reflexión al tiempo que valoramos en extremo lo utilitario. Esta tendencia, lamentablemente, se ha extendido hasta la propia educación a la cual se la comienza a valorar en función del dinero: tanto el que puede ser ganado por las instituciones “educativas” cuanto el dinero que ellas enseñan cómo hay que ganarlo a quienes son sus alumnos. Todo eso olvidándose, cada vez más, que el valor fundamental que da sentido al proceso de educar es el de formar personas íntegras para una vida buena.

Pensar sobre lo señalado es fundamental. Ahora que el mundo parece acercarse a funestos escenarios en los que la tecnología puede volver a mostrar su semblante más aterrador, resulta urgente volver a las preguntas fundamentales que, no por antiguas, han perdido significado: qué es el bien y cómo alcanzarlo; de qué modo mi existencia se halla comprometida con la de los demás: esos “otros” que son mis prójimos y semejantes; cuál es mi responsabilidad frente a un futuro que no viviré y que, sin embargo de algún modo, preparo.

Si no comprendemos el porqué de las cosas y el para qué vivimos, ese conocimiento que multiplica nuestras capacidades y que ensancha nuestra imaginación bien se puede volver contra nosotros para cumplir las fantasías más pavorosas. Es como si a lo largo de milenios hubiéramos intentado volcarnos a nuestra comprensión del Cosmos para, finalmente, regresar a las mismas estructuras primitivas de la violencia y del sacrificio, del exterminio del otro y del abandono de nuestra sensibilidad.

La tecnología sin humanidad es una herramienta sin sentido, que no nos rinde ninguna razón. Por sí sola, la tecnología no nos redime, no nos ofrece respuestas a las preguntas que realmente importan. Sin un debido cuestionamiento, ella bien puede tornarse contra nosotros para regresarnos al mismo estado de indefensión de nuestros antepasados.

Nuestra especie ha logrado dominar el planeta, transformar el mundo, prolongar la vida y multiplicarse y sin embargo: ¡qué poco hemos madurado en el conocimiento de nosotros mismos y qué poco reconocimiento nos damos los unos a los otros!

Escribe: Salomón Lerner Febres, presidente ejecutivo del IDEHPUCP, para La República.

(09.06.2017)