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Opinión 1 de julio de 2013

La transición uruguaya muestra algunas lecciones importantes para América Latina. De un lado, marcó la necesidad de la vigilancia constante de la sociedad civil sobre la democracia, dado que un régimen aparentemente sólido fue afectado en circunstancias en que el autoritarismo ganó terreno. De otro lado, porque el caso uruguayo permite analizar las tensiones existentes entre los diversos actores inmersos en la transición, las cuales se reflejaron en diversos sucesos como la ley de amnistía, la lucha contra la impunidad, la intervención de mecanismos internacionales de defensa derechos humanos, la derogación de la ley de amnistía y finalmente, las diferentes posturas dentro de los operadores de justicia respecto al procesamiento penal de violaciones a los derechos humanos.

La dictadura concluyó gracias a un pacto entre los militares y los principales líderes de los partidos políticos. En ese contexto, no se incluyeron demandas sobre la búsqueda de verdad alrededor de vulneraciones de derechos fundamentales, circunstancia que facilitó la promulgación de la denominada Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado en 1986. Mediante dicha norma, cualquier acusación penal por crímenes cometidos durante la dictadura debía ser autorizada por el Poder Ejecutivo para su procedencia. Esta regla, en la práctica, eliminó durante mucho tiempo cualquier posibilidad de que se abran acusaciones penales.

La sociedad civil buscó derogar esta norma mediante referéndum. En 1989 y 2009, se convocaron a consultas populares para eliminar la Ley de Caducidad del ordenamiento jurídico uruguayo, sin obtener un resultado positivo.  En el lapso de veinte años que medió entre cada uno de estos procesos, ocurrieron varios hechos que debilitaron la posición castrense a favor de la impunidad: dos comisiones de la verdad – que no estuvieron libres de cuestionamientos -, informes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos o del Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas pronunciándose en contra de la norma. A ello se suma una sentencia de la Corte Suprema uruguaya que declaró inconstitucional dicha ley, aunque la misma no tuvo efectos generales.

En 2011, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en la sentencia sobre el caso Gelman, siguiendo su jurisprudencia sobre la materia, estableció que la Ley de Caducidad era una norma de amnistía, que carecía de efectos jurídicos, a pesar de su ratificación mediante consulta popular. Junto con la resolución que condenó al expresidente Bodarberry por crímenes cometidos durante su gobierno, ambas sentencias generaron un impacto importante en Uruguay, lo que llevó a la promulgación de la Ley 18831, que derogó la amnistía.

Dicha norma declaró, además, que los crímenes cometidos durante la dictadura tenían el carácter de lesa humanidad y eran imprescriptibles. Sin embargo, en febrero de 2013, la Corte Suprema uruguaya estableció que la Ley 18831 era inconstitucional, lo cual impidió que dos militares acusados por violaciones de derechos humanos puedan ser juzgados. Si bien esta declaración de inconstitucionalidad era solo aplicable para el caso concreto antes mencionado, dicho fallo abrió un nuevo camino hacia la impunidad.

Por sus avances y retrocesos, la transición uruguaya constituye un caso sui generis en América Latina. Dicho proceso ha transcurrido utilizando procedimientos e instituciones democráticas como el referéndum, procesos judiciales, comisiones de la verdad, promulgación y derogación de leyes, entre otros.  Al igual que en Guatemala, con el proceso a Efraín Ríos Montt, o en Perú, con la reciente negación de indulto a Alberto Fujimori, el caso uruguayo demuestra que la transición es un proceso largo que no termina con la vuelta de la democracia o el final del conflicto armado. Las consecuencias de graves violaciones a los derechos humanos se mantienen hasta hoy. La conmemoración de los cuarenta años del golpe de Estado en Uruguay trae la memoria las contradicciones de su transición democrática, varias de cuyas dificultades se mantienen irresueltas.  

Escribe: Jean Franco Olivera, investigador del IDEHPUCP