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Reseñas 14 de marzo de 2023

Es una buena noticia que la colección Nudos de la República de la Biblioteca Bicentenario, publicada por el Ministerio de Cultura, haya incluido un volumen sobre las lenguas indígenas u originarias y la justicia lingüística. Ello supone concebir este tipo de desigualdad como uno de “los problemas estructurales del Perú”, problemas “que se imponen como los grandes desafíos del tercer siglo republicano, teniendo en consideración las tensiones y contradicciones de una República en construcción”, según reza la página web de la serie editorial.

Contra el silencio. Lenguas originarias y justicia lingüística, del lingüista Agustín Panizo, forma parte, así, de una colección que reúne ensayos dirigidos “al público en general, así como a docentes, escolares avanzados y lectores universitarios”, y que abordan temas cruciales para la construcción de la democracia en el Perú, como la desigualdad que afecta a las mujeres, la situación de los pueblos amazónicos y la problemática LGTBIQ+. Tal como el resto de volúmenes de la colección, Contra el silencio se puede descargar gratuitamente aquí.

Con este espíritu de divulgación y con el ánimo de llegar a un público amplio, el libro se divide en quince capítulos cortos, un listado bibliográfico y dos anexos: uno con datos demográficos sobre las lenguas originarias y otro con un conjunto de enlaces para “seguir el viaje”, es decir, “para oír, ver y leer más” acerca de estas lenguas y los derechos lingüísticos en el país. De manera original, el texto se abre con un conjunto de imágenes vinculadas a los hablantes de estas lenguas. La serie empieza con una antigua fotografía de mujeres de Eten, probablemente hablantes del mochica, y se cierra con retratos de algunos de los activistas más destacados de las lenguas de la familia quechua, como los artistas Liberato Kani y Renata Flores.

En el primer capítulo (“Trato y dedicatoria”), el autor expone algunas características de su lugar social y se plantea la pregunta sobre por qué fue considerado por el comité editorial de la colección para escribir el libro. Siendo “un limeño nacido en Chile, hijo de padre peruano y madre chilena, descendiente de españoles asentados en Lima desde hace siete generaciones, costeño, de cultura occidental, educado en colegios peruano-alemanes y castellanohablante”, pareciera —dice— que no tiene “ningún derecho a escribir un ensayo sobre las lenguas indígenas u originarias, ni sobre los millones de peruanas y peruanos que las hablan” (p. 40).

Para responder a esta pregunta, sin embargo, el autor ha omitido dos puntos claves: el hecho de que él es lingüista y el dato de que durante varios años ha sido responsable de la Dirección de Lenguas Indígenas del Ministerio de Cultura, lo que le ha ofrecido una experiencia invalorable para asumir el encargo editorial. Y, de hecho, en la práctica, Panizo recurre en muchas ocasiones a las vivencias que ha tenido como funcionario para enriquecer y construir sus argumentos.

Por ejemplo, el capítulo 3 (“Extranjeros en su propio país”) se inicia con el relato de un caso ocurrido en el hospital Daniel Alcides Carrión del Callao y del que Panizo tuvo experiencia directa: un joven, hablante de lengua awajún y no de castellano, sufrió graves quemaduras en el cuerpo estando en su comunidad, por lo cual fue trasladado desde allí hasta Yurimaguas en bote, y luego en helicóptero hasta Lima, donde fue internado en el hospital. En este trayecto, fue acompañado por su madre, también hablante de awajún y no de castellano. Una vez que el Ministerio facilitó la asistencia de dos intérpretes, relata Panizo, “la señora CS informó que llevaba cinco días sin probar alimento” porque “no había comprendido las instrucciones, dadas en castellano, de cómo se usaba el baño, que era una realidad desconocida en su comunidad” (pp. 47-48). La señora no había querido probar alimento para no tener que expulsarlo, pero, por supuesto, para entonces, ella también se encontraba enferma. Después de un largo tratamiento, con el apoyo de los intérpretes Julián Taish y Felipe Shimbucat para asegurar la comunicación con el personal de salud, madre e hijo sanaron y pudieron regresar a su pueblo.

Experiencias como esta hacen de estos quince capítulos un alegato informado a favor de la justicia lingüística en nuestro país, a la vez que el valioso testimonio de un ex funcionario comprometido con el diseño y ejecución de las políticas favorables a la diversidad lingüística y cultural en el marco del frágil Estado peruano. En un contexto de tanta precariedad institucional como el que vivimos, es de resaltar que alguien que ha pasado por la gestión pública haya tenido la oportunidad —y la capacidad— de escribir sobre los problemas que ha enfrentado en su labor.

Por esta razón, uno de los capítulos más interesantes es el décimo tercero, en el que Panizo recorre la historia reciente de la política lingüística implementada por el Ministerio de Cultura, “la primera Política Nacional de Lenguas Originarias de nuestra historia” (p. 130). El recorrido parte desde la preparación de la Ley de Lenguas Originarias (Ley 29735), surgida –según informa la ex congresista María Sumire, citada por el autor— “en las comunidades de las alturas de Cuzco, en el trabajo con mujeres campesinas quechuahablantes, quienes plasmaron en los primeros documentos un conjunto de disposiciones, o más bien anhelos” referidos al derecho de vivir plenamente sus lenguas y culturas (p. 128). 

Y el recuento llega hasta las dificultades experimentadas para implementar la política, una vez que esta ya se encontraba reglamentada y debía echarse a andar. Panizo apunta al hecho de que “no todos los sectores del Estado se han comprometido a jugar su rol en la solución”, porque “muchos funcionarios no alcanzaron a entender que este problema atañe a sus sectores […] y, como se dice popularmente, quitaron cuerpo” (p. 133). Tenemos, así, un testimonio de primera mano sobre la fragmentación del Estado y sus importantes efectos en la implementación de las políticas favorables a la diversidad cultural en tiempos neoliberales.

Parte importante de la estrategia del libro, y en cierta forma una respuesta a la pregunta sobre la legitimidad del autor para abordar el tema, consiste en dar voz, en los diferentes capítulos, a algunos hablantes y activistas destacados de las lenguas originarias, así como a algunos investigadores de las mismas. En verdad, esto puede verse como otra adquisición del paso de Panizo por el funcionariado público, ya que desde la Dirección de Lenguas Indígenas pudo trabajar junto con varias de las personas cuyas voces se recogen, mediante entrevistas de extensión variable, en el volumen.

Así, el libro nos ofrece una entrevista con Maritza Ramírez Tamani, del pueblo kukama kukamiria, protagonista de un caso que, para el autor es “quizás el […] más potente de iniciativa comunitaria de revitalización lingüística en Perú” (p. 66). También podemos leer una conversación con Erick Martín Mori Flores, uno de los cuatro hablantes con que aún cuenta el resígaro, así como una entrevista con la antropóloga Paula Letts sobre mitología ticuna y otra con Natalia Verástegui sobre el léxico del sharanahua, en particular, la riqueza de la palabra shinai, ‘pensar, recordar, extrañar’. Al final se incluye un valioso intercambio de ideas entre Panizo y la antropóloga y educadora Gavina Córdova, hablante del quechua chanka, quien parte de los diversos sentidos de palabras quechuas como tinkuy ‘encontrarse’, tinkiy ‘integrarse’ y hawka kay ‘estar bien, estar contento’, para cuestionar algunos usos anquilosados de fórmulas como allin kawsay ‘buen vivir’ y para, finalmente, hacer “un llamado muy grande a nuestra condición humana, racional y afectiva de seres que sufrimos mucho en este mundo, pero que también compartimos la alegría de vivir” (p. 162).

Algunos problemas y puntos pendientes se podrían abordar tal vez en una próxima edición. Con el mejor ánimo constructivo señalo dos. En primer lugar, como el propio autor reconoce en el “Trato y dedicatoria”, la lengua de señas peruana no podría dejar de estar considerada hoy en día en un libro sobre diversidad idiomática, derechos y ciudadanía en el Perú, pues, a lo largo de los últimos años, tanto las personas señantes como diversos especialistas han mostrado la magnitud de la injusticia cometida contra ellas en el terreno lingüístico. En segundo lugar, hay algunos capítulos que presentan datos de mucho interés, pero que se dejan sin explicación o, por lo menos, sin alguna forma de interpretación. Un ejemplo de ello está en los gráficos que muestran, en el capítulo décimo, las importantes diferencias entre la cantidad de hablantes de las lenguas andinas y de algunas lenguas amazónicas —el ashaninka, el awajún y el shipibo-konibo— en lo que se refiere a la distribución por grupos de edad. En la misma línea, algunas imágenes usadas para acercar los conceptos lingüísticos al lector no especializado podrían estar más claras (por ejemplo, en el capítulo 4, “El mundo es un corral de lenguas”).

Señalar estos problemas no desmerece en nada la importancia de este libro y la acertada decisión editorial de incluir estos asuntos entre los principales problemas estructurales de la República peruana.  Desatar el nudo de la injusticia lingüística tomará ciertamente mucho tiempo y trabajo en un país tan desigual y jerarquizado como el nuestro, pero mostrar la densidad de ese nudo, desde la propia experiencia y con la ayuda de otras voces autorizadas, es un mérito que hay que saludar sin duda alguna en esta publicación.

(*) Profesor del Departamento de Humanidades, sección Lingüística y Literatura, Pontificia Universidad Católica del Perú.