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Reseñas 24 de enero de 2023

Natalia Majluf. La invención del indio. Francisco Laso y la imagen del Perú moderno. Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 2022.

Durante la elección de 2021 nuestra imagen de la sociedad peruana pareció retroceder medio siglo o más. Décadas de modernización, migraciones y transformaciones oceánicas se evaporaron, y a los ojos de muchos observadores y estudiosos el Perú volvió a estar dividido entre indios y criollos. Esto puede ser leído simplemente como una de esas trampas que la ideología le juega una y otra vez a la ciencia social. Pero más interesante puede ser considerarlo como un avatar más del fenómeno de invención del indio como sinónimo de la nación que Natalia Majluf rastrea minuciosa, creativamente a través de la obra pictórica de Francisco Laso y su influjo sobre el indigenismo moderno. Las sucesivas recaídas en una lectura dualista del país bien pueden ser observadas bajo esta luz: el indigenismo es todavía un molde para cierta imaginación sobre el Perú que se actualiza sobre todo en momentos de crisis y encono.

El argumento de La Invención del Indio. Francisco Laso y la imagen del Perú moderno se puede resumir, aunque imperfectamente, con unos cuantos trazos. En la segunda mitad del siglo XIX los sectores intelectuales y artísticos, blancos y criollos por definición, carecen de una imagen que sintetice a la nacionalidad peruana. La cancelación del orden colonial les ha dejado como heredad una sociedad que dominan materialmente, pero que no han descifrado ni capturado culturalmente. El poder criollo padece una inseguridad. Por un lado, necesita definirse por oposición a la potencia colonial y ha de ser antihispanista; por otro lado, es demográficamente minoritario, es un cuerpo dominante, pero excéntrico. La emergencia del indigenismo como forma de representar el país y como discurso benevolente hacia las masas excluidas será una forma de complementar el poder material con un poder simbólico. No hay poder completo sin el poder de dar nombre a los demás.

Pero ese indigenismo tiene al menos dos momentos. Hay un primer indigenismo que surge tras la Guerra del Pacífico y es de contenido puramente justiciero. Este indigenismo reclama la redención política y social del indio y, en última instancia, como en el caso de González Prada, lo proclama el sujeto auténtico de la nación. Aquí hay un matiz interesante. La proclamación del indio como el auténtico Perú no es una declaración de naturaleza cultural o simbólica. No dice que el indio sea la síntesis, la expresión o la representación genuina del Perú sino el único sujeto realmente peruano. Donde está el indio está el Perú. Fuera de su territorio, la sierra, el Perú se falsifica. Este es un indigenismo reactivo, más interesado en rechazar lo criollo que en postular una identidad india, indígena o andina. A este indigenismo lo sucederá otro, un indigenismo moderno, más influido por la incipiente ciencia social del momento, para el cual el indio será sobre todo portador de una cultura. Esta cultura específicamente india se convertirá en el espacio de la diferencia respecto de la hegemónica cultura criolla, occidental o moderna.

Este indio así presentido como portador de un contenido propio es el que anuncia el pintor Francisco Laso (y, a través de él, la generación romántica) en el cuadro de 1855 titulado “Habitante de las Cordilleras del Perú”. Pero hay que prestar atención al salto cronológico. El influjo de Laso en la concepción cultural –o, más precisamente, etnorracial, como dice Natalia Majluf—del indio no es inmediato. Tuvo que pasar por encima del primer indigenismo -más filantrópico que etnográfico—para germinar como una representación cultural de la nación y para que se incorporara en el dilema peruano la noción de diferencia: un tratamiento del indio que vacila entre idealizarlo y mantenerlo a distancia, o asimilarlo y disolverlo ya sea bajo la hegemonía criolla o entreverado en el crisol del mestizaje.

Con este indigenismo se asienta una imagen dualista de la nación en la que el sector indio es definido mediante una “construcción cultural del concepto de raza”. Esta construcción cultural –antecedente directo del tópico del “Perú profundo”—fija la idea del indio como fundamento de la nación y como su cimiento cultural. Pero, a la vez, lo define como una esencia inmutable, lo confina en la alteridad –es decir, lo clasifica como un otro—y lo congela a la distancia. “El indio –escribe Natalia Majluf—se transforma finalmente en un símbolo de lo indígena o lo nativo para ser idealizado como emblema de un pueblo originario que podía sentar las bases de una cultura nacional, auténtica y autónoma”.

Para sustentar esta tesis, que se inserta en una nutrida discusión de la historia político-cultura de nuestra idea de nación, La invención del indio sigue una ruta novedosa: el examen de una indagación artística particular, es decir, la estrategia visual mediante la cual Francisco Laso propone una idea de nación y la minuciosa descripción de su resultado, el cuadro de 1855.

Es una argumentación solvente, entre otras razones, porque evita el error –recurrente en estudios sobre la sociedad desde la cultura y las artes—de extender una postura individual a toda la sociedad sin preguntarse en qué sentido lo individual es representativo o sin explicar el alambicado proceso por el que lo individual refleja lo colectivo o lo moldea: por ejemplo, si el creador absorbe símbolos prexistentes o si su creación instala un nuevo símbolo en la sociedad. El indio de Laso no instituye por sí solo una idea de la nación ni la llega a representar de manera inmediata ni autosuficiente. En todo caso, expresa una tentativa o al menos un deseo que, como se ha visto, solo se materializaría con una generación de por medio.

El “Habitante de las Cordilleras del Perú” puede ser la representación de un sujeto concreto, pero es también una alegoría. No es un indio sufriente o sometido ni una figura épica ni un personaje capturado en un momento ordinario de su vida cotidiana. Es una representación, reconocible por inequívocas características visibles, que “libera al indio de la retórica del sometimiento” y propone “una forma de idealización que dejaba atrás la retórica de la degradación y la conmiseración”. Pero, a la vez, el indio de Laso es un mensajero. La cerámica prehispánica que sostiene en sus dos manos –y que, más que sostener, muestra al espectador—no solo expresa una revaloración del arte precolombino, sino que también evoca “la opresión del indio”. El ceramio, que consiste en la figura de “un prisionero atado, con las manos sujetas a la espalda y una cuerda al cuello”, es, según dice la autora, el memento mori de una cultura, “el final de una sociedad concreta”. Pero se podría decir algo más. El ceramio en manos del indio también deja abierta la pregunta acerca de quién es el heredero legítimo del pasado de la nación. Una elusiva legitimidad: el artista se postula como coheredero de ese pasado en tanto creador de la imagen genuina del indio, pero el indio aparece como heredero excluyente de ese pasado en tanto poseedor del objeto precolombino. Ese objeto y su arte son suyos, no de Laso ni mucho menos del espectador.

El resultado sería una noción de autenticidad, y, en sentido alegórico, una expresión de la nación como espíritu original e irreductible. Esto alude, para bien y para mal, a cierta idea romántica de la cultura (Isaiah Berlin, como otros, ha rastreado en estas ideas la semilla del irracionalismo totalitario que infestó la primera mitad del siglo XX) y a la vez abre incógnitas. ¿Esta retórica de la diferencia quiere decir que el Perú conquista su identidad entre las naciones gracias a la autenticidad del indio? ¿O que el indio está llamado a ser para siempre la expresión de lo diferente dentro del Perú? ¿Se trata de una imagen de unidad y cohesión frente al exterior o de diversidad y disonancia en el interior? La respuesta que provee el libro es esta: “que lo indígena era el elemento singular que definía el carácter del Perú y lo distinguía en la comunidad de naciones” (p. 138). Esto implica subsumir la ingobernable diversidad del país en la figura del indio imaginado, que, sin embargo, para reincidir en paradojas, existe fuera de la actualidad y parece pertenecer para siempre a un “orden distinto” de la vida social. Su representación, como advierte Natalia Majluf desde el comienzo, implica tratar a lo cultural como espacio aislado dentro de la vida de una sociedad. El indio es construido como representación cultural separada de las demandas y disputas económicas, políticas y sociales. Para hacer del indio un símbolo había que liberarlo del tratamiento puramente reivindicativo y paternalista del primero indigenismo, aquel que lo veía como simple materia sufriente. Era necesario ubicar y afirmar el espacio propio de la cultura para que el indio tuviera una identidad propia y pudiera simbolizar a la colectividad. Como resultado, la esfera de la cultura aparece como autónoma, pero también como inefectiva o trivial a la hora de las decisiones sobre el funcionamiento y la administración de la sociedad y el Estado. Se podría decir que al adquirir entidad cultural propia la idea del indio también se despolitiza.

Dos ironías finales. La primera está en la pintura de Francisco Laso. La vasija que sostiene el indio sería un símbolo de su antigua opresión por el poder colonial. ¿Lo es? Sí, en la retórica de la imagen. Pero es imposible olvidar que se trata, como dice Natalia Majluf, de “un tipo común en la iconografía moche”; es decir, un prisionero capturado y exhibido en el marco de las guerras locales varios siglos antes de que llegaran los europeos. Con esto no insinúo un error de Laso sino algo tal vez más pertinente: la dificultad de establecer un relato histórico de la opresión (y de la correspondiente redención) cuando esta no es rectilínea sino espiralada: dominación sobre dominación; emancipación sobre emancipación. Y, más evidentemente aun, la idea de que toda idea de nación exige una simplificación, un allanamiento de las diferencias, también una mentira. Anulación del espacio, aplanamiento del tiempo: ¿no está fundada esta sociedad en una cadena indefinida de opresiones? Pero esto ya está sugerido en el libro: la República necesitó refundir a las diversas poblaciones indígenas en una sola categoría, el indio, y el indigenismo dio expresión simbólica a esa operación.

Una segunda ironía se puede extraer de la reflexión de Natalia Majluf. Ese indio es postulado como homogéneo, inmutable y distante: “permanece en algún lugar fuera del alcance, como un fantasma, esquivo en su poder”. Pero resulta que ese ser inescrutable es a la vez la única encarnación genuina del Perú. Si el indio es el otro, entonces el Perú es el otro. O, de manera equivalente y refleja, la minoría criolla es otro, aunque sea la dominadora. La experiencia peruana aparece como una fatídica, ineludible alienación. Es un gesto curioso porque implica un autoexilio. La elite que arma el discurso indigenista levanta una fortaleza –una idea de nación–, pero la cierra por el exterior y olvida la llave dentro. Ella queda fuera del baluarte, y eso puede tener diversas implicancias. Puede ser un gesto de negación y rechazo a una sociedad que no se siente ni se quiere propia, o un gesto de ausencia voluntaria, pero no desinteresada (en sintonía con la economía rentista de cierta oligarquía republicana), o puede ser un gesto de perplejidad y desamparo. Es posible que haya sido todo ello a la vez, y que lo sea todavía incluso entre la intelectualidad progresista –un deseo de control y dominio y un deseo de integración atravesados por profundos sentimientos de extrañeza y asombro. ¿No puede radicar ahí, después de todo, la dificultad del Estado peruano, e incluso de la academia, para representarse a la nación, aun cuando asume la inclusión como su horizonte?.

(*) Asesor en el IDEHPUCP.