Escribe: María José Barajas (*)
Desde hace ya varios años, cuando pensamos sobre migración lo primero que nos viene a la mente es la población venezolana. Y con razón, pues el Perú es el segundo país del mundo con un mayor número de residentes de esta nacionalidad (1), concretamente 1.32 millones según los últimos datos del Grupo de Trabajo para Refugiados y Migrantes – Perú (2).
Lógicamente, esas elevadas cifras justifican la aparición de numerosos estudios sobre las necesidades y problemas que enfrenta esta población, como la atención en salud, la consecución de un empleo y de una vivienda digna o el hacer frente a la discriminación y la xenofobia. Sin embargo, a mi modo de ver estos análisis pocas veces han hecho hincapié en las necesidades específicas de ciertos grupos dentro de la propia población migrante y refugiada, como los niños, niñas y adolescentes. Por consiguiente, sus necesidades han quedado invisibilizadas para la ciudadanía y también son tratadas de manera marginal en el nivel de la política pública (3).
Todo ello sorprende teniendo en cuenta que al menos 142 mil niños, niñas y adolescentes venezolanos se encuentran actualmente en el país, según la Organización Internacional para las Migraciones (4). Estos a menudo viajan solos o únicamente con algunos miembros de sus familias, cuentan con escasos recursos económicos y están expuestos a situaciones de violencia y discriminación (5), lo que impacta gravemente en su salud tanto física como mental (6). Ante ello, cabría esperar que los servicios de salud estatales peruanos les garantizaran un adecuado acceso para su recuperación al llegar al país, así como una atención prioritaria por su especial vulnerabilidad. No obstante, lo cierto es que solo el 29% de niños y niñas venezolanos de menos de 6 años cuenta con un Seguro Integral de Salud (SIS) -a pesar de que este es gratuito hasta los cinco años de edad- y el 82% de personas de esta nacionalidad menores de 18 años no cuenta con ningún seguro (7).
«Si bien la precariedad económica de muchas familias fuerza a sus hijos e hijas a trabajar con ellas renunciando a su educación, muchos padres y madres procedentes de Venezuela no han podido conseguir vacante escolar para sus descendientes.»
Por si fuera poco, el duro viaje migratorio que enfrentan también puede condicionarles negativamente en su educación una vez que consiguen establecerse en el Perú. De hecho, una gran parte llega con trayectorias escolares interrumpidas o incluso sin haber sido inscritos en ninguna escuela en su país de origen. Y, a pesar de ello, aquí encuentran que las barreras para acceder al sistema educativo peruano son considerables. Si bien la precariedad económica de muchas familias fuerza a sus hijos e hijas a trabajar con ellas renunciando a su educación, muchos padres y madres procedentes de Venezuela no han podido conseguir vacante escolar para sus descendientes. Todo por haber llegado al Perú fuera de las fechas de matriculación, por no contar con certificados de estudios u otra documentación exigida legalmente o simplemente por no presentar cualesquiera otros documentos que arbitrariamente se les pide solo a ellos, y no al resto de menores no venezolanos (8).
Frente a esta situación, deben reconocerse los esfuerzos realizados desde el Estado con la colaboración de organismos internacionales y ONG para integrar en el sistema educativo a la niñez y adolescencia venezolana, favoreciendo además su inclusión social en condiciones de igualdad de oportunidades (9). Ahora bien, se enfrenta el reto de que estos esfuerzos no sean aislados ni efímeros sino que se expandan más allá de la región de Lima y que lleguen a formar parte de la política educativa nacional como una prioridad, pues, ante todo, el deber de brindar protección y garantía de derechos de este grupo de población es doble: por ser migrantes o refugiados y, sobre todo, por su condición de niñez.