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Opinión 25 de enero de 2022

 Por: Ramiro Escobar La Cruz (*)

Una erupción volcánica en Tonga, un tsunami que presuntamente no fue tal, un derrame que se preveía pequeño y terminó siendo enorme, una empresa que inicialmente mira al cielo, al mar, al costado. Un Estado que reacciona tan rápido como una tortuga, pero no de mar. Una sociedad que, finalmente, parece darse cuenta de que la crisis ambiental –de Lima, de nuestro país, del mundo- no es un discurso o una exageración. Un ecosistema golpeado sin medida ni clemencia ante nuestros desolados ojos.

Todo el drama que estamos viviendo desde hace poco más de una semana, tiene un sabor amargo, desolador, acaso crudo como el hidrocarburo de marras cuando recién lo sacas y no sirve aún para nada. Nos tiene en zozobra, en medio de olas negras, y ha puesto en evidencia algo que no veíamos ni desde la costa ni desde alta mar: nuestros sistemas de prevención son frágiles, nuestra capacidad de asumir una emergencia de esta magnitud, social y políticamente, se muestra indefensa ante cualquier tumbo.

El Estado se ha tardado casi una semana en declarar la emergencia ambiental en Ventanilla y las zonas cercanas, donde las aproximadamente 800 toneladas de petróleo vertidas por un buque que trabaja con la empresa REPSOL están casi disolviendo ingentes recursos marinos. La compañía también tardó mucho no sólo en reaccionar, sino incluso en aceptar su responsabilidad; la Marina de Guerra hasta ahora no acepta que comunicó muy mal cuáles podían ser las consecuencias de la lejana erupción volcánica.

Se puede buscar culpables con nombre y apellido, que seguramente los hay y tendrán que ser sancionados. Pero lo que salta a nuestros ojos, de manera clamorosa, es cómo fallan nuestras válvulas de seguridad en varios frentes. Ya sabemos que “no estamos preparados” para un terremoto. Tampoco para neutralizar rápidamente un derrame de petróleo, o para advertir que el mar se puede salir y hasta acabar con la vida de algunas personas, como ocurrió en la playa Naylamp de Lambayeque.

«Si no comprendemos que los derechos humanos incluyen, de manera indispensable, el derecho a un ambiente sano, el discurso más optimista puede ser arrasado por las olas reales o por una marea de indiferencia.»

Hemos funcionado, en este territorio ahora oleaginoso más que marítimo, como nuestro sistema de salud pública ante la pandemia: no importa el tamaño o frecuencia de las olas, igual tumbó nuestra seguridad, causó muertos y ahora un desastre ambiental de proporciones. Esta deficiencia también viene desde muy atrás, es cierto; pero ese consuelo no sirve de mucho cuando ves, en los crudos hechos, una biodiversidad destrozada, pérdidas económicas en varios rubros, una desolación social impresionante.

Continuamente estamos proclamando, desde varios frentes, que queremos ser un “país desarrollado, moderno”. El señor López Aliaga, quien candidateó recientemente a la presidencia, dice incluso que el Perú  podría ser “potencia mundial” en un plazo no muy largo. No está mal soñar, pero si se imagina que ese progreso puede lograrse única, o principalmente, con inversiones, con llamados a la cordura, con un patriotismo que pone todas sus esperanzas en el arte culinario, estamos en realidad delirando.

Ni las inversiones, ni nuestras dotes culturales, ni nuestro avance económico tendrán un destino razonable si somos tan vulnerables. Si no asumimos que la gestión del riesgo, o de los varios riesgos (un terremoto, un tsunami, un derrame y otros eventos), puede destrozar cualquier proyecto, entendemos poco o nada; si no comprendemos que los derechos humanos incluyen, de manera indispensable, el derecho a un ambiente sano, el discurso más optimista puede ser arrasado por las olas reales o por una marea de indiferencia.

Saber protegernos frente a estas circunstancias es, por añadidura, una forma de preservar el derecho a la vida. Cuando mueren aves, peces, pulpos, mariscos estamos muriendo un poco nosotros. No sólo porque se hunde nuestra economía sino, además, porque la cadena de lo viviente al romperse termina afectando a todas las partes de un ecosistema, con las poblaciones humanas destruidas. (anewcareer.org) Este derrame no es sólo una tragedia ecológica: también es un desastre cultural, social.

Y es sobre todo social, porque las sociedades que más sufren ante estos eventos son las que menos sistemas de protección y prevención tienen. La naturaleza no tiene intenciones de golpearte, de matarte, simplemente actúa; una erupción en Tonga es parte de la dinámica habitual en el planeta, aun cuando en este caso no sea tan frecuente. Lo que nos cae encima no es la furia de los elementos. Es la autolesión que nos propinamos al pensar que nunca pasará nada y actuar en absurda consecuencia.

En medio de toda esta ola de desesperanza ambiental, lo que queda es la reacción de muchos ciudadanos –sobre todo jóvenes- ofreciéndose como voluntarios, donando su tiempo, sus brazos o hasta su dinero. Hay una cierta esperanza que asoma en esos raptos de indignación, que van acompañados de acciones concretas. Quizás como pocas veces, nos hemos dado cuenta de que somos seres vivos irracionales, perturbadores, desprevenidos. Y que en este episodio nos corresponde actuar con humildad y a la vez con coraje.

 (*) Periodista. Docente PUCP.