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Editorial 2 de agosto de 2022

La lucha contra la corrupción ha llegado a ser un factor central para la supervivencia de la democracia en el Perú. Desde hace unos años, el colapso que percibimos cotidianamente en el sistema político resulta casi indistinguible de los inagotables escándalos de corrupción. Las páginas de política y las páginas judiciales o policiales de los diarios se confunden. No es infrecuente que la noticia política dominante del día sea la fuga o la captura de alguien ligado al Ejecutivo o al Congreso.

Cuando se habla de reforma política, no se piensa solamente, y tal vez no principalmente, en mejorar la representación y la intermediación políticas sino, sobre todo, en una meta tan modesta como esta: evitar que las instancias de gobierno y legislativas permanezcan secuestradas por representantes de intereses ilegales de diversa envergadura. En resumen, sabemos que, sin poner atajo a la corrupción, la democracia peruana, en tanto sistema de gestión libre e igualitaria de una agenda pública y de acceso a derechos, no tiene futuro.

Por esa razón, todo indicio de un retroceso sistémico en la lucha contra la corrupción debe ser observado con alarma, más allá de lo que ello significa negativamente para el régimen de legalidad en sentido estricto. Tal es el caso de las recientes decisiones de la Fiscal de la Nación, Patricia Benavides, que en buena cuenta significan una desarticulación del sistema constituido en el Ministerio Público para la investigación del caso “Los cuellos blancos del puerto”. Este caso, se sabe bien, es un ejemplo paradigmático del poder corrosivo de la corrupción en el Perú, en cuanto involucra a los mismos encargados de la administración de justicia.

Se ha saludado, en el inicio de la gestión de la magistrada Benavides, su decisión de llevar adelante investigaciones sobre el Presidente de la República en casos de corrupción que presuntamente lo comprometen. El reverso de esa actitud es, justamente, la realización de cambios que equivalen a un desmontaje del equipo especial para el caso “cuellos blancos”. También lo es el comentado y criticado cambio de la fiscal Bersabeth Revilla Corrales, quien investigaba a la hermana de la Fiscal de la Nación.

Sobre ninguno de estos cambios se ha ofrecido todavía una explicación satisfactoria. Lo claro, por el momento, es que todo ello significa un claro revés. Incluso si la voluntad institucional de avanzar en esas investigaciones se mantuviera –algo que debería ser afirmado de inmediato—ya existe un evidente daño por la pérdida de conocimientos y capacidades construidos y acumulados trabajosamente por el equipo especial ahora desarticulado. En resumen, en ausencia de una explicación clara o de una enmienda oportuna, estamos ante un perjuicio para la lucha contra la corrupción y una sombra más sobre las expectativas democráticas del país.