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Editorial 15 de agosto de 2023

Imagen: La República.

Con treinta y cinco años de retraso el Poder Judicial ha dictado sentencia sobre la matanza de ciudadanos de Cayara, provincia de Víctor Fajardo, Ayacucho, en mayo de 1988. Las ejecuciones extrajudiciales fueron perpetradas por patrullas del ejército en respuesta a un ataque criminal de Sendero Luminoso. La operación, denominada Persecución, fue ejecutada por la segunda división del Ejército de Ayacucho, cuyo jefe era el general José Valdivia Dueñas, por entonces jefe político-militar de la zona. La primera incursión militar en Cayara produjo 29 víctimas mortales, pero días o semanas después se sumarían a este saldo las víctimas de sucesivas desapariciones forzadas.

La Cuarta Sala Penal Liquidadora Transitoria de la Corte Superior Nacional ha dispuesto penas privativas de libertad de 15 y 8 años a los jefes de las patrullas que perpetraron la matanza y a los soldados que las integraban. Es una sentencia que da una medida de justicia para las víctimas, lo que siempre es positivo. Pero hay que resaltar al mismo tiempo que es una medida de justicia tardía e incompleta. La sentencia incluye absoluciones, por ejemplo, a quienes cambiaron la ubicación de los cuerpos de las víctimas con fines de impedir la investigación. Varios de quienes han sido condenados no se encuentran en estos momentos en paradero conocido, por lo que es posible que no cumplan la condena. Y, además, ha quedado en reserva el procesamiento a otros acusados que han evadido a la justicia desde hace largo tiempo. El más notorio, el mismo José Valdivia Dueñas.

Tres décadas y media después los familiares de las víctimas de Cayara difícilmente pueden sentir que se les ha hecho justicia. De hecho, muchos fallecieron sin conocer una respuesta del Poder Judicial. Y, por lo demás, la comunidad de Cayara, como tantas que sufrieron la violencia de Sendero Luminoso y de las fuerzas del Estado, siguen prácticamente en la misma situación de pobreza y precariedad.

Esto nos habla, por tanto, no solamente de la negligencia del Estado, y, dentro de él, de la administración de justicia a la hora de responder sobre las graves violaciones de derechos humanos cometidas durante el conflicto; también nos habla de una negativa general a hacer frente al legado de la violencia mediante políticas de inclusión, desarrollo, combate a la pobreza, que a la larga son también, en sentido estricto, políticas de justicia, reconocimiento ciudadano y dignificación, en el sentido en que lo planteó la Comisión de la Verdad y Reconciliación hace dos décadas.

Señalado esto, no cabe desconocer la importancia de esta sentencia. Ella indica que, a pesar del profundo debilitamiento de la institucionalidad de nuestra democracia, todavía es posible que algunos resortes del Estado de Derecho funcionen de forma correcta. (No está de más, por cierto, recordar en relación con el caso Cayara la solitaria actuación emprendida desde el primer día por el fiscal Carlos Escobar en unos tiempos en que buscar el esclarecimiento de estos crímenes era sin duda riesgoso). Lo dicho significa, también, que los esfuerzos por conseguir justicia nunca deben ser abandonados, aunque las circunstancias dominantes en ciertos momentos los hagan parecer inútiles. La sentencia sobre el caso Cayara, aunque tardía e incompleta, es un desagravio a las víctimas y también un aliciente para la búsqueda de justicia sobre numerosos casos antiguos y recientes a los que aún no se ha dado respuesta.