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Editorial 7 de octubre de 2025

Las cifras de trabajadores del transporte público asesinados por sicarios al servicio de bandas extorsivas hablan por sí solas. Según la Cámara de Comercio de Lima en los últimos doce meses han sido asesinados 46 transportistas en Lima y Callao. Según datos de la policía, los asesinatos de conductores perpetrados entre enero y julio llegan a 80. Hay otras cifras que corresponden a mediciones de periodos distintos. Pero los resultados de todas ellas llevan a pensar lo mismo: que el consejo de la presidenta Boluarte para que los transportistas no sean asesinados por extorsionadores —a saber, que simplemente no contesten el teléfono cuando los llaman para amenazarlos— no es solamente un gesto de desconocimiento abismal e indiferencia, sino también una burla macabra hacia las familias de esas decenas de víctimas.

Por ello no sorprende que el paro realizado por los gremios del transporte público haya sido contundente y haya conseguido inmovilizar a la sociedad en enorme medida.  Hasta ahora, el gobierno no ha dado ninguna señal de que esté dispuesto a afrontar el problema con seriedad. Todo lo contrario, expresiones como las de Dina Boluarte o del ministro del Interior (“no pueden así, tan alegremente, decir que ante el fallecimiento de alguien pueda ser el paro”) solamente reconfirman que el gobierno no solo carece de capacidad sino, sobre todo, de voluntad para emprender la tarea de garantizar por lo menos la vida de quienes se dedican a esa actividad.

Esto expresa una indiferencia a los derechos humanos de las personas de ese ámbito laboral, pero además es una negligencia que se extiende hacia los derechos de la sociedad en general. Por un lado, el sector de transportes no es el único que vive bajo la violencia de la extorsión, sino que esta ha proliferado a muchos otros sectores económicos de la sociedad; por otro lado, al no proteger a estos sectores básicos, en realidad se afecta la vida cotidiana y la actividad laboral —es decir, la actividad para el sustento diario— de una enorme porción de la ciudadanía. Y esto incluye, desde luego, y de modo ostensible, el derecho a la educación, en tanto estas paralizaciones de labores afectan el desarrollo de actividades escolares y universitarias.

El paro de transportistas públicos era inicialmente de 48 horas, aunque tras llegarse a un acuerdo entre el gobierno y los gremios se decidió reanudar las labores hoy. Pero no todos los gremios están de acuerdo con lo acordado. En realidad, no hay nada entre los términos suscritos que indique una verdadera toma de conciencia y una decisión de actuar prontamente por parte del gobierno. Por otro lado, más allá de la inacción o la pasividad, existen también normas que dificultan activamente la lucha contra la extorsión y los asesinatos, como es la ley que modificó la tipificación del delito de organización criminal y los procedimientos para investigarlo. Ese fue uno de los principales motivos de reclamo de los gremios del transporte cuando se iniciaron sus actos de protesta.

En suma, la jornada de ayer, en la que se conjugaron una masiva paralización, declaraciones insensibles o frívolas del gobierno, y un acuerdo para suspender el paro, no es el punto final de esta crisis. La criminalidad organizada sigue cometiendo asesinatos y el gobierno continúa incumpliendo su deber básico de garantizar cuando menos el derecho a la vida de la población.