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Editorial 23 de enero de 2024

El país comienza el año 2024 con una deuda múltiple en materia de derechos humanos, y, salvo un cambio de derrotero inesperado, no hay indicios de que esta vaya a ser atendida.

El punto más acuciante de esa agenda es el de la necesaria justicia sobre las muertes producidas durante las protestas de hace un año. Se trata, como sabemos, de muertes producida por el uso desproporcional de la fuerza pública. Y, así, hay responsabilidades que esclarecer y que pueden alcanzar a las más altas autoridades del gobierno. Hasta el momento no hay ningún avance serio en materia de justicia. Todo lo contrario, además de una inaceptable indolencia en la administración de justicia, existe una notoria indiferencia de parte del gobierno hacia esas responsabilidades. Esa indiferencia constituye una ofensa a las víctimas y sus familiares y a la sociedad entera, y genera un estado de indignación y descontento que se expresa –como se ha visto recientemente—en las visitas de la presidenta de la República a diversas regiones del país.

Pero además de ese tema, cuyo tratamiento serio no admite mayor dilación, se han ido acumulando otras situaciones críticas, que se suman a la agenda permanente de derechos humanos. Un ejemplo de esas situaciones es la creciente violencia criminal contra defensores de derechos humanos y medioambientales indígenas, así como la violencia de género, que no da señales de mitigarse. Se puede poner en esta cuenta, también, la rampante violencia delictiva y la profunda inseguridad ciudadana. 

Es especialmente preocupante que mientras estas crisis se multiplican el marco institucional para la defensa de los derechos humanos se siga deteriorando. Un caso particularmente inquietante es el de la Defensoría del Pueblo, que durante muchos años fue una institución clave en este campo y hoy se ha convertido en una presa más del juego de poderes e intercambio de favores entre los actores políticos. Se añade a esto la situación del sistema de administración de justicia, en permanente amenaza de ser controlado por el Congreso y puesto al servicio de los opacos intereses que dominan la agenda del Legislativo. 

Empezamos, así, un año gravado por el deterioro institucional de los últimos tiempos, un año en el que la sociedad civil tiene más que nunca la necesidad de mantenerse vigilante y tratar, dentro de lo posible, de generar vías de salida a este entrampamiento en el que ha caído la democracia.