Por Carlos Piccone Camere (*)
La docuserie Marcial Maciel: El lobo de Dios (HBO Max, 2025) ha devuelto a la conversación pública una historia dolorosa que aún estremece por la envergadura de los daños causados, la vileza de los mecanismos empleados y el desfase de ciertas estructuras eclesiales que, entretenidas en colar mosquitos, acabaron por dejar pasar camellos. Su título, tan sugerente como problemático, oscila entre la insinuación de una falsa cercanía con lo divino y la denuncia frontal de la hipocresía: de quienes se consagran a Dios se espera que sean pastores que dan la vida por las ovejas confiadas, y no lobos rapaces que las esquilan y sacrifican con violencia en el altar de su lascivia.
Marcial Maciel (1920–2008), sacerdote mexicano y fundador de los Legionarios de Cristo y del Regnum Christi, se ha convertido en emblema ominoso de una trama de abusos y encubrimientos en la historia contemporánea de la Iglesia Católica. En 2019, la propia congregación contaba más de 170 menores víctimas, con 27 miembros implicados y al menos 60 casos atribuidos al fundador. La serie recoge testimonios de sobrevivientes que, pese al riesgo real de enfrentarse a una maquinaria con reflejos mafiosos, perseveraron en denunciar y documentar lo ocurrido. A Maciel se le llama con frecuencia “diablo” e, incluso, se lo muestra en una escena durante pleno exorcismo: alivio comprensible, pero peligroso, porque desplaza el foco hacia lo demoníaco y deja en penumbra los dispositivos que hicieron posible el daño. Deshumanizar al agresor diluye su imputabilidad. La justicia exige tratar a los victimarios como personas con capacidad para asumir responsabilidad. A un diablo no se le procesa ni se le exige reparación; una persona sí puede —y debe— ser imputable, responder ante la ley y la comunidad, y abrir paso a reparaciones efectivas y salvaguardas reales.
Este doble punto de partida —cuidado del lenguaje e imputabilidad personal— abre una ruta menos cómoda pero más urgente y necesaria: pasar del “caso” al mecanismo. En La monarquía del miedo (2019), Martha Nussbaum muestra cómo, ante realidades complejas, el ser humano tiende a buscar culpables mediante fórmulas maniqueas. Sus ejemplos tomados de los cuentos infantiles son elocuentes. En Caperucita Roja, por ejemplo, el lobo representa la síntesis de todos los males, mientras el problema de fondo —la vulnerabilidad de la abuela (enfermedad, soledad, desatención)— queda fuera de foco; el relato ofrece algo de alivio emocional cuando el cazador elimina lo más evidente, pero el problema social persiste. Algo similar ocurre en Hansel y Gretel: el hambre y la precariedad se condensan en la figura de una bruja que finalmente es eliminada y, así, se evita afrontar las causas estructurales de esa carencia y abandono, en pleno auge de la revolución industrial. Estas tramas prometen soluciones rápidas y satisfactorias a costa de ocultar factores sistémicos que exigen decisiones persistentes, colectivas y verificables. Trasladado al ámbito eclesial, el riesgo es claro: si toda explicación se reduce al “lobo carismático”, se desdibujan las condiciones que lo hicieron posible —protocolos de protección ineficaces, controles insuficientes, zonas ciegas en la supervisión y omertà (órdenes de silencio explícitas o tácitas)—, amparadas además por una máxima tan célebre como tóxica: “se perdona todo, menos el escándalo”, que convierte la reputación en coartada y reduce a las víctimas a daños colaterales.
No se trata, por supuesto, de aminorar la gravedad del daño personalísimo que causa un delincuente-abusador ni de disolver responsabilidades en un “sistema” impersonal. Al contrario: afirmar con rigor la imputabilidad individual es condición para que la justicia tenga rostro, expediente y sentencia. Pero junto con esa imputabilidad —y nunca en su reemplazo— es necesario interrogar los dispositivos que permitieron que los abusos se repitieran, quedaran ocultos o fueran tratados con negligencia. Allí asoman patrones conocidos: concentración de poder en autoridades carismáticas con escasos contrapesos; opacidad administrativa; espiritualidades obedienciales anacrónicas que confunden comunión con silencio; redes de lealtad que premian la discreción y castigan la denuncia; marcos jurídicos internos activados tarde o limitados a sanciones timoratas; canales de reporte poco confiables o que exponen a represalias; economías sin transparencia ni rendición de cuentas; y una cultura institucional que, en nombre de “proteger la misión”, termina blindando a malos elementos y descuidando —o revictimizando— a quienes padecieron el daño.
En el Perú, el correlato más evidente es el de Luis Fernando Figari y el Sodalicio de Vida Cristiana, sociedad de vida apostólica fundada por él que ha sido objeto de numerosas investigaciones por abusos sexuales, de poder y de conciencia, y que fue disuelta a inicios de 2025. Aún es prematuro medir el alcance total del daño infligido a la Iglesia y a la sociedad —y sus secuelas—, pero también aquí conviene evitar el reduccionismo: Figari no es “otro lobo de Caperucita”, sino el rostro truculento de un problema mayor; la fracción emergente de un iceberg de amplia masa sumergida.
La docuserie acierta al devolver voz y rostro a quienes sobrevivieron. Escuchar a las víctimas sin prisa y validar públicamente el dolor de sus heridas y traumas es una exigencia ética. Pero nunca es suficiente. Otro paso sucesivo es desactivar la gramática del encubrimiento. Fórmulas como “no hagamos leña del árbol caído”, “seamos misericordiosos”, “esperemos obedientemente” o “protejamos la obra del Señor” podrían funcionar como atajos morales que pavimentan el camino de la impunidad. Se hace pasar por caridad lo que es desatención de los pequeños; por prudencia, el cálculo reputacional; por obediencia religiosa, la sumisión acrítica. La comunión eclesial no es complicidad; la caridad no es blindaje; la prudencia no es dilación procesal. La verdad y la memoria, por duras que resulten, no dañan a la Iglesia; a la postre, la purifican y la revitalizan.
Recuperar la credibilidad suele ser mucho más difícil que ganarla. La Iglesia Católica ha dado pasos importantes en los últimos años, pero una cultura de prevención exige mantener la guardia en varios frentes; entre ellos: (1) coordinación con la justicia civil, conforme a la normativa vigente y a las competencias de cada autoridad, con protocolos claros de derivación cuando corresponda; (2) revisión periódica de procedimientos, con apoyo técnico independiente cuando sea oportuno; (3) políticas de reparación justas, proporcionadas al caso y dentro de las responsabilidades de cada entidad; (4) transparencia e información institucional, compatibles con la confidencialidad y presunción de inocencia; y, acaso el eje más relevante, (5) formación permanente para la detección temprana de abusos de poder, de conciencia y sexuales; con rutas seguras de consulta y reporte; protección de denunciantes; y evaluación regular de ambientes formativos de los futuros pastores, con participación cualificada y plural. En pocas palabras, se trata de elevar estándares de cuidado, consolidar entornos seguros y sostener una pastoral centrada en las personas.
Abandonar el relato del villano único y reconocer responsabilidades distribuidas es un camino exigente. La reforma eclesial requiere, a su vez, de una conversión estructural: revisar prácticas de gobierno, administración económica y prioridades pastorales, de modo que el ejercicio de la autoridad se alinee con la lógica evangélica del servicio; proteger y sostener a quienes, al denunciar, perdieron comunidad, trabajo o salud; y admitir sin ambages que hubo decisiones y omisiones que favorecieron condiciones para que el daño se produjera o persistiera. Como recuerda el papa León XIV en su diálogo con Elise Ann Allen (2025), “las víctimas deben ser tratadas con gran respeto y con la comprensión de que aquellos que han sufrido heridas muy profundas a causa de los abusos a veces llevan esas heridas durante toda su vida” (p. 268).
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(*) Docente del Departamento Académico de Teología de la PUCP; doctor en Historia de la Iglesia por la Universidad de Londres; presidente de la Comisión de Escucha del Arzobispado de Lima.
Nota 1. Bajo el lema «Te escuchamos, te acompañamos», la Arquidiócesis de Lima inició en 2021 un proceso de escucha y de acompañamiento para aquellas personas que sufren o han sufrido abuso de poder, sexual y de conciencia dentro de la Iglesia. Para ponerse en contacto con la Comisión de Escucha se puede enviar un mensaje de WhatsApp al 944 904 941 o escribir al correo electrónico: comisionescucha@arzobispadodelima.org
Nota 2. El 20 de octubre de 2025 se presentará en la PUCP la versión en español del valioso libro Abuse in the Latin American Church. An Evolving Crisis at the Core of Catholicism, editado por las profesoras Véronique Lecaros y Ana Lourdes Suárez. Más información: https://encuentro-iic.pucp.edu.pe/event/presentacion-del-libro-abusos-en-la-iglesia-latinoamericana/