Este nuevo pontificado marca el inicio de una etapa novedosa y es vivido como un tiempo de expectativas. En ese sentido, se espera que el nuevo Pontífice imprima una renovada dirección espiritual a la iglesia. No es fácil expresar en pocas palabras los grandes desafíos que la comunidad cristiana enfrenta en esta época. En efecto, la tarea evangelizadora de Francisco deberá adaptarse a un escenario en el que la pérdida de credibilidad en la solidez de la institucionalidad de la Iglesia Católica es cada vez más sensible y repercute en la fe practicante de sus fieles; a una sociedad cuyas formas de socialización tradicionales se han visto drásticamente modificadas por el uso de la tecnología y las redes sociales, y en la que el liderazgo espiritual se ha debilitado fuertemente porque, en ocasiones, lejos de mostrar caridad, comprensión e inteligencia, ciertos pastores han mostrado más bien, ambición, arrogancia, autoritarismo y reniego de todo diálogo crítico. La Iglesia Católica necesita, para remontar estos momentos difíciles, ello es muy claro, reencontrarse con el espíritu de humildad y de amor al prójimo que constituyen el mensaje central del cristianismo.
Hoy Domingo de Ramos, iniciamos la Semana Santa, tiempo en el que el mundo católico encuentra un momento para reflexionar acerca de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Asimismo, ocasión privilegiada para recordar que el cristianismo entraña, ciertamente, un espíritu de trascendencia que implica la realización del plan divino y que lo hace señalando un camino de encuentro con el otro, con mi hermano que me necesita y que allí, frente a mí, me inviste de responsabilidad, funda mi libertad y confirma mi humanidad mostrándome simplemente que somos hermanos, que nos reclamamos de un común origen en Dios, que se hace hombre para redimirnos.
Se presenta, así, la primera oportunidad para que el Papa Francisco, caracterizado por su espíritu de solidaridad, tolerancia y liderazgo, busque construir una Iglesia más encarnada, más abierta al diálogo y a la comprensión, más dispuesta a reconocer sinceramente sus propios errores. Una Iglesia más anhelante de reencontrarse con los pobres, con los marginados, con los excluidos y menos centrada en la institucionalidad, en la defensa del dogma mal entendido como una normatividad rígida y autorreferida. Todo ello hará de la comunidad católica una colectividad más anclada en este mundo y, por lo tanto, más apta para conducirlo espiritualmente.