Escribe Camila Franco (*)
Del 21 al 24 de junio, el Instituto de Democracia y Derechos Humanos de la Pontificia Universidad Católica del Perú (IDEHPUCP) organizó de forma virtual la décimo sexta edición del Encuentro de Derechos Humanos, “Bicentenario: 200 Años de Indiferencia”. Después de cuatro días de conversatorios y conferencias con expositores nacionales e internacionales de distinta especialización, el encuentro concluyó con la conferencia magistral “Protesta Social y Constitución”, a cargo del doctor Roberto Gargarella, abogado y sociólogo de la Universidad de Buenos Aires. La conferencia contó con los comentarios del doctor Eduardo Dargent, abogado y politólogo de la PUCP, y la moderación de la doctora Elizabeth Salmón, directora ejecutiva del IDEHPUCP. En el evento, Roberto Gargarella sostuvo que la protesta social es el “primer derecho”, pues representa la posibilidad de defender el resto de libertades y derechos humanos, y supone el poder del pueblo de exigir que su dignidad e intereses sean respetados. En esa medida, consideró que este derecho merecía una protección especial. El contexto regional actual y las distintas posiciones que existen al respecto muestran una cierta discrepancia entre cómo las sociedades democráticas garantizan esta libertad en la teoría y en la práctica.
En efecto, las protestas sociales se encuentran protegidas por el derecho de reunión pacífica, el cual se encuentra consagrado, a nivel internacional, en el artículo 21 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y en el artículo 15 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, y a nivel nacional, en el artículo 2, numeral 12 de la Constitución Política de Perú. Si bien, al igual que en el caso peruano, las protestas pacíficas se encuentran protegidas por otras Constituciones, estas suelen ser limitadas por la ley, la fuerza policial o los mandatos judiciales, y continúan polarizando y teniendo una reputación controvertida en la cultura popular. ¿A qué se debe esto?
Para abordar esta temática es importante señalar que aún en el caso de manifestaciones que cuenten con acciones violentas, no se puede generalizar y asumir que toda la población movilizada lo es. Sin embargo, muchas veces se utilizan los actos violentos de un grupo para desacreditar al conjunto de individuos que participan en las protestas, mostrándolos como mensajeros ilegítimos, que no deben ser tomados en serio, o como personas inmorales, que no deben ser complacidas. Estas narrativas permiten al Estado deslindar de su responsabilidad sistémica sobre la situación que genera la protesta y distraer de los reclamos de justicia detrás de ella. Una muestra de ello, ocurrió en 2020 en Canadá, cuando los políticos conservadores se refirieron a los defensores de las tierras indígenas durante los bloqueos de Wet’suwet’ como «niños mimados«, cuya principal motivación para participar en cualquier manifestación era la «cultura de TikTok.» Este tipo de “ataques de carácter” se utilizan comúnmente para socavar a los manifestantes, especialmente a los jóvenes, con el fin de descartar las preocupaciones legítimas detrás de sus mensajes. Igualmente, estas criticas caracterizan erróneamente el acto de protesta como un acto agradable, cuando en realidad a menudo se somete a los manifestantes a un escrutinio tenso y al riesgo de violencia o abuso policial.
«La protesta es una invitación a educarnos, a conocer a los manifestantes como defensores de nuestra democracia, de la Constitución y de un futuro donde los derechos humanos sean verdaderamente inalienables.»
En el mismo sentido, al calificar a los manifestantes como individuos inmorales se logra crear un enfrentamiento, muchas veces imaginario, entre el interés de los manifestantes y el interés del público. Esto suele estar acompañado de calificativos tales como «terroristas» o «criminales», tal como hizo el expresidente Colombiano Alvaro Uribe refiriéndose a las protestas nacionales contra la reforma tributaria. Esto, ciertamente, asusta a los espectadores lejos de las escenas de movilización, desconectados del verdadero mensaje de los manifestantes y fomenta las condiciones para una aceptación social tácita de la represión de la disidencia. Como consecuencia, esta polarización exacerba la exclusión de las personas que pertenecen a grupos marginados.
Así, estas narrativas normalizan más la represión del disentimiento y menosprecian el potencial que la protesta social tiene para combatir la desigualdad. No es coincidencia que, a lo largo de la historia, los grupos socialmente oprimidos se hayan basado principalmente en los derechos de reunión para protestar por las injusticias sistemáticas sufridas. Aquellos que protestan contra el Estado suelen carecer de acceso a la influencia política, no tienen recursos para litigar contra políticas gubernamentales injustas y sus intereses minoritarios no están siempre promovidos por órganos elegidos democráticamente. Por lo tanto, la reunión colectiva como una forma de disrupción puede convertirse en su única forma de llamar la atención, ejercer presión y exigir un cambio. Es importante reconocer, entonces, que la protesta social es tanto un fenómeno de necesidad, como una herramienta legítima y estratégica a aprovechar en una sociedad democrática.
También cabe reconocer que en circunstancias donde la protesta pacífica no ha logrado un cambio, los manifestantes vulnerables pueden tener razones válidas para participar en medios más disruptivos para combatir el statu quo opresivo. Por esta razón vale la pena analizar el equilibro entre daños materiales e obstrucción de espacio publico y el objetivo de la manifestación social. Para proteger adecuadamente el potencial de igualdad que conllevan las protestas, es necesario crear una distinción muy clara entre lo que constituye actos de violencia nunca permisibles y lo que es una disrupción que aún cae dentro del ámbito de la protesta democrática legítima. La actual definición vaga y estrecha de lo que significa ser “pacífico” ha permitido al Estado convertir el Estado de Derecho en un arma para llevar a cabo abusos masivos de derechos humanos, cuando deciden que una protesta ya no se ajusta a su definición de “pacífico” y, por lo tanto, no debería ser protegido. Cuando el Estado justifica sofocar las protestas en nombre de la estabilidad y el orden, debemos preguntarnos seriamente: ¿a qué costo?
La disrupción que causan las protestas sociales es un síntoma de que hay un desgarro en nuestro tejido social. Como el Dr. Gargarella afirmó en el Encuentro de Derechos Humanos, la mayor parte del enojo social tiene que ver con la desigualdad. La protesta suscita un diálogo democrático que exige una oportunidad de negociación, compromiso o rendición de cuentas. Deberíamos celebrar las protestas sociales por la justicia como un síntoma de una ciudadanía comprometida al bienestar del colectivo. Al proteger enfáticamente la libertad de reunión, podemos defender una versión de justicia más compasiva e igualitaria. La protesta es una invitación a educarnos, a conocer a los manifestantes como defensores de nuestra democracia, de la Constitución y de un futuro donde los derechos humanos sean verdaderamente inalienables. En vez de evitar la incomodidad que las manifestaciones pueden traer, participemos en el diálogo y el movimiento que la protesta cultiva, pues es una de las únicas herramientas que tenemos todos para mejorar las deficiencias de nuestra imperfecta pero valiosa democracia.
(*) Licenciatura en Psicología y Sociología por la Universidad de Alberta, Canadá, estudiante de Derecho en McGill y pasante en IDEHPUCP.