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Opinión 2 de abril de 2014

Muchos peruanos escogieron al actual mandatario por oposición a lo que podría haber sido, de llegar al poder, un régimen asociado a la pasada dictadura fujimorista y que estaría centrado sólo en el “objetivo superior” del crecimiento económico. Si bien resulta cierto que, en términos generales, este gobierno ha mantenido las libertades básicas y el crecimiento en la producción de riqueza, él no ha sido fiel a las promesas de transformación que traía consigo. (Adderall) No me refiero, con ello, a una innecesaria estatización de sectores económicos o a medidas populistas que a la postre se hubieran revelado nocivas sino más bien a nuevas políticas sociales que fueran más allá del asistencialismo; reformas importantes en la salud y la educación; una adecuada respuesta a la inseguridad en las ciudades y la consolidación de la institucionalidad y el respeto a los derechos fundamentales.

Todo indica más bien que quienes detentan el verdadero poder, sumados a la frivolización en la que parecen haber caído los principales actores del gobierno y a la ausencia de un partido oficialista con cuadros importantes, han terminado sumiendo a la Presidencia de la República en la medianía, la ausencia de reformas y la precariedad. El reciente episodio alrededor de la investidura del nuevo gabinete, donde quedó claro que ni la más eficiente tecnocracia puede reemplazar la necesidad del convencimiento político, así como los síntomas que se revelan en las últimas encuestas, son una poderosa llamada de atención para quienes se encargan de dirigir los destinos del país.

Desafortunadamente, más allá de alguna declaración puntual, pareciera que en el gobierno no se toma conciencia del mensaje que le transmite la ciudadanía.

De otro lado, la oposición política comparte muchos de los rasgos antes mencionados en el gobierno. En todo juego democrático estable se requiere contar con agrupaciones políticas que puedan marcar la agenda a quienes tienen la tarea de la administración cotidiana, en particular, en sus carencias sobre políticas públicas. Sin embargo, la oposición en nuestro país parece existir únicamente para resaltar el indudable error político que constituye la desmedida presencia de la esposa del presidente de la República en asuntos de gobierno, dejando de lado los temas de fondo que el Poder Ejecutivo debiera resolver en favor de los ciudadanos.

Si a todo lo anterior añadimos los nuevos hechos producidos en estas semanas se comprueba la poca solidez ética de nuestros políticos: varios parlamentarios han sido descubiertos en actos que denotaron su aprovechamiento del cargo para favorecer a empresas vinculadas a ellos, en forma directa o indirecta; el partido más longevo de nuestra derecha política se vio sumido en disputas internas alrededor de candidaturas que se vieron rápidamente inviables, todo ello acompañado de acusaciones de vendettas internas; un expresidente con pretensiones de alcanzar un tercer mandato que no duda en utilizar, en forma criticable, un delicado tema personal relativo a quien investigó su segundo gobierno para así tratar de callar previsibles acusaciones en su contra: en fin todo esto brinda fundamento al disgusto que señalábamos. La mayor parte de nuestros actores políticos parecen encontrarse distantes de una mirada ética, que centre su actuación en la consecución del bien común, en la resolución de los problemas que inquietan a nuestro pueblo y en la asunción de sus responsabilidades como personas en quienes se ha depositado el poder para servir a la sociedad. Pareciera que en nuestra patria, la clase política –con honrosas excepciones– no se ha colocado a la altura de su misión y ha buscado más bien la discutible y fugaz popularidad y/o el beneficio personal. Tal irresponsabilidad deteriora la calidad de nuestra democracia, la coloca a merced de aventuras autoritarias y, sobre todo, aleja a quienes se encuentran más preparados para asumir responsabilidades y emprender transformaciones en el ámbito de la cuestión pública.