Escribe: Eduardo Villanueva Mansilla (*)
La noche del cinco de abril de 1992, el gobierno de Fujimori tomó los medios masivos con un pedido de cadena nacional; bloqueó las incipientes redes de telefonía móvil, y cortó teléfonos fijos según el caso; también metió militares a las redacciones de diarios —lo que llevó a la memorable primera plana de La República del día siguiente. En una maniobra típica de un golpe de estado, el espacio informacional fue capturado al forzar a los medios de comunicación a servir a los golpistas.
En ese entonces no había Internet, y la televisión por cable, ahora en declive, era privilegio de pocos. Lo que quedaba era Fujimori gritando “disolver, disolver”.
Desconocer que para la mayoría de la ciudadanía el golpe no fue un problema, ni moral ni práctico, sería absurdo. No fue necesaria unanimidad mediática ni mucho menos grandes campañas, sino que bastó el agotamiento con el constante ruido producido por nuestra clase política, aparentemente incapaz de administrar el país; así se le permitió a Fujimori montar el tinglado que permitiría a los distintos intereses que lo apoyaban adueñarse del estado, a pesar de protestas de algunos medios y de los políticos defenestrados del Congreso bicameral de ese entonces.
Los meses siguientes fueron escenario de un caos terrible: a mediados de agosto de ese año, no era raro para las personas que se podían comunicar fácilmente con el exterior (los primeros que teníamos correo electrónico, por ejemplo) recibir mensajes sobre la impresión generalizada que el Perú colapsaría pronto en una guerra civil, sin luz ni agua. Ese caos sin duda se percibía en el país, pero no en la misma escala que desde fuera. Una explicación para ello fue precisamente la ausencia de rebote interno de las opiniones del extranjero.
Treinta años después, nuestra esfera mediática se ha transformado tanto que es impensable que una crisis no sea alimentada desde diez posiciones distintas y escale a algo mayor con facilidad, precisamente porque es casi imposible controlar ese espacio informacional que Fujimori y Montesinos capturaron con rapidez en una sola noche. No hablamos solamente de lo complejo que resulta cortar acceso a los medios de comunicación, sino también de la manera como la información misma circula en una sociedad como la peruana.
«La responsabilidad ante la sociedad y el deber democrático son apenas palabras para muchos medios cuando los intereses que representan son puestos en peligro.»
El caso de la creación y utilización de la “prensa chicha” —los diarios baratos comprados por Montesinos— así como el de la cooptación de las cadenas de televisión mediante sobornos y arreglos extrajudiciales, sirven como ejemplo de los límites que una estrategia tradicional enfrentaba apenas diez años después del golpe. A pesar de todo el dinero invertido en controlar los medios, el espacio informacional ya era distinto: bastaban unos cuantos diarios, un canal de cable y algunos servicios digitales para que circulara la información suficiente para evitar que triunfara una sola perspectiva de lo que sucedía en la sociedad peruana. A esto hay que añadir lo prolongado del desgaste creado por múltiples jugadas sucias, y la claridad con la que la díada en el poder buscaba cambiar reglas y normas solo para su beneficio.
El triunfo de Castillo en contra de la casi completa unanimidad de la prensa durante la segunda vuelta electoral de 2021 demuestra que hay demasiados rincones fuera de la esfera mediática convencional —además de muchos más medios alternativos, a pesar de su relativa baja importancia en términos de audiencia— para que se pueda intentar el manejo informacional que hubo en el 2000, para no mencionar el de 1992: esos espacios alternativos, incluyendo lo que circula en redes y está completamente bajo el control de las personas sin intervención de empresas mediadoras, no puede ser manejado ni con presión ni con coacción; tampoco basta lograr unanimidad en la prensa para que la sociedad vea las cosas de manera similar. Pero la tentación queda, y tanto los medios como sus aliados económicos y políticos continúan intentando clausurar la posibilidad de un real debate público, presentando una realidad alternativa, basada en sus propios intereses. Resulta fascinante, pero muy dañino, constatar que muchas de las prácticas de los diarios chichas y las televisoras compradas, retóricamente mucho más suaves, pero esencialmente las mismas, fueron usadas para crear el pánico anticomunista de 2021: mentir, exagerar, negar los hechos, atacar sin cesar y no dejar espacio para opiniones alternativas o medianamente neutrales.
Esto apunta a dos grandes lecciones: las prácticas fujimontesinistas pueden haber sido dejadas detrás, pero lo que las permitió sigue en pie. La responsabilidad ante la sociedad y el deber democrático son apenas palabras para muchos medios cuando los intereses que representan son puestos en peligro.
La segunda lección, que se pudo extraer también tras la semana sin nombre de noviembre de 2020, es que los políticos peruanos carecen realmente de comprensión alguna de cómo comunicarse con la sociedad. El ridículo protagonizado esa semana por los que dieron un golpe palaciego que no duró ni una semana y que terminaron saliendo con el rabo entre las piernas al no entender ni poder contener el desprecio ciudadano, es comparable al despliegue de recursos casi obsceno de parte de grupos de poder varios para contener una candidatura que, como la del actual presidente Castillo, tenía tantos defectos que habría bastado hacer política de verdad para derrotarla. La pataleta interminable posterior, con mentiras y negaciones absurdas, es comparable a las excusas que daban medios y políticos para justificar su favorecimiento al fujimontesinismo el 2000.
Esa clase política que fracasó a inicios de la década de 1990 ha transmitido sus limitaciones a sus sucesores contemporáneos, lo que nos obliga a recordar siempre que el espacio informacional no se puede ganar sin reconocer que la ciudadanía merece respeto y honestidad intelectual, discursiva y financiera, y actuar consiguientemente.
(*) Profesor principal del departamento de Comunicaciones y Director de Estudios de la Facultad de Ciencias y Artes de la Comunicación PUCP. Doctor en Ciencia Política y Gobierno (PUCP).