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Notas informativas 18 de octubre de 2022

Por: Iris Jave (*) 

La profesora Carmen Ilizarbe ha publicado La democracia y la calle. Protestas y contrahegemonía en el Perú  (IEP, 2022), donde expone de manera nítida las otras formas de participación política que se vienen desarrollando en el país desde los márgenes, desde las disidencias y los desacuerdos, pero también desde los afectos, como señala la autora. Su libro realiza un análisis cuantitativo de las movilizaciones y protestas en la calle entre 1997 y 2006 y también se enfoca en los casos de Arequipa, Tambogrande e Ilave. Con ese material empírico a la vista discute el concepto de multitudes y de individualismo en un contexto neoliberal. El texto ofrece elementos de análisis para comprender la expansión y arraigo de las protestas como forma de asumir la participación política, y establece puentes con el fenómeno de las protestas del Perú de los últimos años.

Carmen Ilizarbe es PhD en Política y MA en Ciencia Política por The New School for Social Research de New York, y licenciada en Antropología y diplomada en Estudios de Género por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Se ha especializado en teoría política, democracia, cultura política e ideología, ciudadanía, sociedad civil y esfera pública. Es profesora de teoría política en la facultad de Ciencias Sociales de la Pontificia Universidad Católica del Perú.

En tu libro analizas las protestas de la calle como una expresión y no tanto como una extensión de la democracia. El libro pone de relieve esas otras formas de hacer política desde los márgenes, como dices, pero también desde unas formas simbólicas. ¿Qué significa ello? ¿qué has encontrado a partir de tu observación/investigación?

Quizá las dos cosas funcionan: la expresión y la extensión. Es posible pensar que es una extensión de la práctica política. Sostengo que las protestas expresan energías democráticas, energías ciudadanas de autorrepresentación; gente que defiende sus derechos o que cuestiona decisiones gubernamentales o que quiere ampliar la agenda del debate público o incluso que defiende el propio régimen democrático como en la Marcha de los Cuatro Suyos o las protestas de noviembre del 2020. La “calle” se ha vuelto un espacio para la expresión de esas demandas o planteamientos que son muy diversos y variados, justamente porque los partidos políticos han dejado de cumplir ese rol. En los modelos de democracia que tenemos en nuestra región, el modelo de la democracia representativa, de inspiración liberal, se ha sufrido el colapso de sistemas de partidos desde los años 90, pero la gente no ha abandonado el espacio de disputa por la agenda o por la orientación de las políticas: lo hace a través de otras formas de autorrepresentación. A mí me gusta poner siempre el ejemplo contrario de la calle que es el del lobby, que sería otra forma de intervención de la política, pero opaca y por canales no visibles públicamente. En cambio, las protestas son formas de autorrepresentación política no necesariamente democráticas, pero que expresan las demandas de la ciudadanía y expanden la esfera pública incorporando a grupos y personas que no tienen representación en el sistema formal y cuyas voces y demandas difícilmente se escuchan.

Al analizar cuantitativamente el periodo 1996-2006 marcas un punto de quiebre y te centras en 3 casos: Arequipa, Tambo Grande e Ilave. ¿Cómo se entienden esos acuerdos y desacuerdos, como los denominas, que llevan no solo a la protesta, sino a la violencia y a la muerte, como el caso de Ilave?

Creo que las protestas tienen una forma de situarse en la política de lo extraordinario, como lo denominó mi asesor de tesis doctoral. Las protestas o la desobediencia civil, que es una de las formas sobre las cuales trabajo, se encuentran en el margen de lo institucional, del orden, de un sistema que funciona de una manera predecible, organizada, que es importante en la política. Las protestas se sitúan en el borde y son una forma de intervención política compleja: los costos para la movilización y para tener un impacto -masividad o algún tipo de visibilidad pública difícil de lograr – exigen mucho, pero abren también otras puertas que son riesgosas a veces para las propias personas que protestan, o también por el tipo de método que utilizan. Por ejemplo, gente que pone en riesgo su vida o su integridad física o que incluso es asesinada en el contexto de las protestas, pues los gobiernos han venido endureciendo sus respuestas a las protestas. Pero a la vez las protestas están atravesadas por emociones, frustraciones o también por la ira. Yo hablo de las protestas y los afectos que también la constituyen. A veces esas protestas se desbordan y descarrilan, como en Ilave, que nos dejó una lección terrible para nuestra democracia. El no asegurar que funcionen los canales instituidos abre una serie de riesgos que también hay que contemplar; las protestas no son la primera alternativa de la gente, suelen ser la última. Cuando no se toman en serio sus demandas, se corre también el riesgo de estos descarrilamientos; la calle no es un espacio esencialmente democrático, ninguna protesta popular es per se una acción democrática. También en la calle empezamos a ver protestas y organizaciones que buscan recortar derechos de otras personas. Entonces pueden tener formas antidemocráticas.

«Desde la perspectiva que adopto en el libro la calle es otra arena de la política que ha emergido con fuerza desde fines del siglo pasado y que ahora en algunas circunstancias es determinante para una política institucional, pero a través de un poder de veto, a través de convergencias que permiten articular fuerzas por acuerdos mínimos»

Otro aspecto interesante del libro es que trabajas la democracia desde otras miradas, por ejemplo, desde los afectos, desde lo simbólico. ¿Qué representa ello para comprender las formas de participación política hoy?  

He tratado de ofrecer en el libro una forma distinta de ver la política, que no se concentre solamente en lo institucional. La dimensión imaginaria de la política es un ejercicio que muestro desde el principio de mi trabajo: por ejemplo, la dimensión de las expectativas que genera la democracia, o, el tipo de principios y valores que organizan nuestras prácticas. No solamente las leyes, las instituciones o lo que llamaríamos el hábito o la propia cultura política, sino también formas de comprensión social de lo que es la democracia. En estos 20 años de democracia del siglo XXI –y vinculo esto con el tiempo del auge de la hegemonía del neoliberalismo– salimos del gobierno de Fujimori luchando por rescatar la democracia, pero el marco neoliberal no fue cuestionado. En consecuencia, las políticas públicas más importantes de los gobiernos de este siglo han conservado la estructura creada por el fujimorismo. Eso generaba reacciones en ese periodo y ha continuado generando demandas y cuestionamientos en estos años que han sido invisibilizadas o desatendidas por los gobernantes de turno, quienes han seguido con el mismo guion -eso está bien documentado en los estudios de ciencia política-. En la región y otros países en el mundo vemos también reacciones similares desde la calle, del espacio público, que las cuestionan. Porque los partidos no ejercen ya la tarea de la representación de las demandas populares, y eso va generando frustración, rabia, indignación, que se junta con un sentido de autocomprensión ciudadana -que también planteo en el libro-, porque la gente dice: “tengo derecho a ser escuchada, a luchar por mis demandas o a impedir que se dañen nuestros territorios” o a defender intereses específicos de grupos que no tienen representación real en el sistema político. La gente asume su autodefensa, su autorrepresentación y las emociones son fundamentales para constituir el sujeto colectivo, como lo planteo en esta publicación. Este libro no trata del individuo racional solitario que toma decisiones mirando solo la prensa y sin otra capacidad de acción que ir a votar cada tres o cada cinco años. (Atticsandmore.com) No me enfoco en esa dimensión de la política en la que se piensa a los imaginarios políticos del país, que no son necesariamente convergentes, como piezas de rompecabezas donde todo encaja. No somos eso. La realidad es caleidoscópica, polifónica, desigual, no encaja y ahí está el reto de construir agenda y organización sostenible en este tiempo. La calle requiere masividad, colectividad y eso se hace con argumentos, ideas, pero también con afectos; está atravesada de cantos, bailes, emociones negativas o positivas, de sentidos que van dándole fuerza a ese sujeto colectivo que por otro lado es circunstancial. Por eso hablo de la multitud, de un sujeto que a veces cristaliza pero que la mayor parte del tiempo se desagrega y regresa a sus ámbitos de vida desarticulados, y creo que el liberalismo es importante para entender eso. Los trabajos en antropología, como el de Gisela Canepa, que piensan el neoliberalismo como un régimen cultural, me parecen importantes para entender estas formas de desarticulación habituales. Lo extraordinario, en el sentido de lo que ocurre por fuera de lo ordinario o del orden instituido, son las protestas. Extraordinariamente logran una unidad nacional o una fuerza nacional por la vía de la articulación, pero no por la vía de la unidad. 

Uno de los conceptos que trabajas en el libro es el de «democracia mínima», que se va construyendo con los mínimos institucionales, pero también mínimos en participación o de convocatoria. ¿Cómo funciona esta democracia mínima si los partidos ya no cumplen ese papel de intermediación entre el Estado y la ciudadanía, y las instituciones políticas están erosionadas, ¿Qué caminos se puede transitar?

Desde la perspectiva que adopto en el libro la calle es otra arena de la política que ha emergido con fuerza desde fines del siglo pasado y que ahora en algunas circunstancias es determinante para una política institucional, pero a través de un poder de veto, a través de convergencias que permiten articular fuerzas por acuerdos mínimos; así se logra constituir un sujeto político colectivo fuerte y que logra esa unidad contrahegemónica, es decir, en contra de algo que identifica como un gran riesgo o una situación límite. La pregunta es cuál va a ser el límite intolerable para la gente. En el 2000 fue la segunda reelección de Fujimori; en el 2020 fue Merino. ¿Dónde encontramos el límite? No es una pregunta fácil de contestar, pero ayuda a entender por dónde va la lectura de la gente o que le resulta más importante en la democracia. Y por limitarnos a ese sentido básico de tener elecciones o pensar en quién gobierna, que no hemos podido construir una agenda mínima alrededor de la cual articularnos y forjar un grupo que defienda algunas demandas: ¿ecologistas, defensores de la paridad de género, defensores de la libertad personal? En fin, podríamos ponerle cualquier rótulo, pero no podemos ponernos de acuerdo en eso.

Y la falta de diálogo para el intercambio de ideas, de propuestas y no solo la confrontación…

En el libro trato de dar cuenta de cómo tenemos una serie de divisiones internas y que no sabemos negociar ni conversar por lo menos para entendernos mejor, o deliberar para tratar de organizarlas e ir más allá de la articulación circunstancial en contra del enemigo común. Cuesta mucho hacer eso en el Perú y no es poca cosa. Nuestra democracia, la del 2001, es una propuesta mucho más débil que la que se tuvo dos décadas antes, durante la transición del 1978, que tuvo una nueva constitución, funda un sistema de partidos políticos abiertos por primera vez en la historia del país, sanciona el voto universal. La Constitución del 79 nos abre hacia un tiempo democrático, aunque también colapsa, este sistema de representación duró 10 años y luego elegimos a Fujimori para no elegir a nadie de aquellos partidos. La elección del 90 fue entre un outsider y otro outsider. No nos hemos hecho cargo de reconstruir esa dimensión crucial de la democracia que diseñamos en los años 80 y que ahora ha colapsado.

«No hemos logrado tener un impulso para construir, al menos, una agenda mínima ciudadana; tampoco hemos asumido una conciencia clara de que la propia ciudadanía sea un actor relevante.»

¿Existe alguna salida?

No le veo una salida dentro del sistema. La calle, como está, tampoco alcanza para algo propositivo, pero también tiene temporalidades distintas a las de las instituciones. Creo que se podría construir desde ahí, pero también implica asumir que el espacio de la política ciudadana, de la política popular, tiene que tomarse en serio como un espacio donde intervenir. ¿Cómo negociamos las tensiones internas de clase, género, etnicidad que nos atraviesan o a veces nos fragmentan de muchas maneras en el país? A veces creo que argumentos del tipo «en Argentina o en Chile son sociedades más homogéneas» olvidan que tienen también divisiones importantes, y no pocas. El movimiento feminista en Argentina tiene varios años en la brega y su camino no ha sido fácil. Sostener esa lucha e ir encontrando puntos de acuerdo en la confrontación les ha ayudado; también en Chile, pero lleva décadas de movilización. La temporalidad de esos procesos no es ni la que nos gustaría ni la de las instituciones que se pueden sancionar verticalmente desde los espacios formales. No soy pesimista; más bien quiero ser cautelosa: no tenemos lo que se necesita ahora mismo, pero creo que hay energías de renovación en el espacio político de la calle que no veo dentro del sistema institucional. 

El gran forado, como planteas en el texto, es la falta de diálogo, la ausencia de un debate o discusión pública, que no se quede en la confrontación, en los ataques y las agresiones. No hay un diálogo real y ese es un gran vacío. 

Creo que es un problema de todo el periodo democrático del siglo XXI. Valentín Paniagua, propuso una idea original creando el Acuerdo Nacional: “en este país vamos a tener que ponernos de acuerdo y dialogar para poder hacer un frente contra una serie de males que requerimos trabajar” -esta frase la rescato en el libro-. Pero ese acuerdo no logró representar a las fuerzas democráticas que impulsaron la transición, más bien colocó por delante a esos partidos políticos casi inexistentes, a las organizaciones más clásicas como las iglesias, los gremios de empresarios y sindicatos, pero, por ejemplo, todos esos grupos que se movilizaron para impedir la rereeleción de Fujimori quedaron fuera, junto con sus demandas. El Acuerdo Nacional sancionó en la práctica que el modelo económico o la constitución que dejó Fujimori tenía que continuar. Lo deciden unos actores que no tienen representatividad, lo deciden ellos solos sin que sea un espacio real de diálogo colectivo. Desde entonces lo que tenemos es ese tipo de acción gubernamental. No hay apertura real para la deliberación sobre esa multiplicidad de demandas que estaban embalsadas o las distintas formas en las que entendemos lo que debe ser el futuro del país, o el desarrollo y la propia democracia. Eso no está sujeto a discusión por la clase política. Es un problema grande, desde ahí tendría que haber más apertura. Si no, ¿en qué consiste el carácter democrático de los gobiernos?

Estamos en el 2022. En estos casi 20 años desde el periodo estudiado, 1997-2006, ¿ves alguna limitación en lo que el estudio pueda aportar ahora? O más bien desde esa mirada histórica puedes confirmar la vigencia de lo que estás planteando. 

Creo que los resultados de la investigación explican estos 20 años bastante bien. El libro se basa en mi tesis doctoral que fue un estudio en detalle de las protestas de 10 años: de 1997 al 2006. Ya a inicios del 2000 me parecía sorprendente que las protestas hubieran dejado de ser un fenómeno circunstancial y extraordinario para convertirse en lo cotidiano de nuestra política, y así lo identifiqué como un aspecto muy particular del Perú que debía ser explicado. Porque la teoría política y democrática más bien ha planteado que después de la transición hay una desmovilización social y son la clase política, los partidos políticos los que asumen el liderazgo y son el actor fundamental, pero eso no ha pasado en el Perú. En base a este estudio en profundidad – 10 años de protestas- he utilizado ese marco analítico para leer otros episodios importantes entre el 2007 y 2020 y creo que se sostiene el análisis, tanto para explicar cómo se pueden constituir picos de movilización regional o, incluso de impacto nacional que se constituyen en poderes de veto efectivo. No hemos logrado tener un impulso para construir, al menos, una agenda mínima ciudadana; tampoco hemos asumido una conciencia clara de que la propia ciudadanía sea un actor relevante. En Chile esa conciencia se desarrolló alrededor del estallido, pero no es que siempre estuvo allí. Los «pingüinos» empezaron en el año 2006, me parece. Son varios años de incubación hasta que llega un estallido que manda a Chile en una dirección de cambio radical. Acá tenemos lógicas distintas, y no veo en ningún sector ganas de comprarse ese pleito todavía. Personalmente creo que nuestra única salida es un proceso constituyente impulsado socialmente -por supuesto, soy consciente de que no estamos en un momento constituyente. Esa debería ser la salida. Creo que el caso chileno, con toda su complejidad, nos debe servir como referente para pensar en nuestras propias características, debilidades y precariedades. No le veo ninguna salida a una dimensión institucional. En cambio, hay una ciudadanía movilizada permanentemente alrededor de conflictos de diverso tipo, y creo que deberíamos tomar más en serio la importancia de esa dimensión de la política peruana. 

(*) Investigadora en Idehpucp.