Por Valeria Reyes Méndez (*)
La protesta social aparece con frecuencia como un acontecimiento que da origen a escenarios de tensión. Esta idea, sin duda, admite múltiples lecturas. La tensión ocurre, por ejemplo, porque la protesta suele surgir como consecuencia del descontento social frente a la provisión de servicios o la satisfacción de derechos, con lo que su propio origen se vincula a un contexto problemático. Además, en su realización, la protesta supone un elemento disruptivo, pues pretende exigir cambios mediante la presión que genera sobre las autoridades la perturbación del quehacer cotidiano. Por esta razón, la protesta social es difícilmente tolerada por la institucionalidad pública, pues supone un cuestionamiento sobre las entidades a partir del ejercicio colectivo del poder popular. En respuesta, la protesta social tiende a ser confrontada por los Estados a través de mecanismos que buscan desincentivarla o paralizarla.
Hoy en día, es indiscutible que la protesta social constituye un derecho humano de carácter universal, lo que se refleja en el reconocimiento que ha recibido globalmente tanto en el ámbito constitucional (normativo y/o jurisprudencial), como en el internacional. Con dicho reconocimiento se ha visibilizado no solo la titularidad individual y colectiva de este derecho, sino también el conjunto de deberes que tienen los Estados de no atentar contra su contenido esencial y de adoptar medidas para garantizar su adecuada satisfacción. Es concretamente en este último ámbito que el Derecho ha listado y desarrollado medidas que deben ser atendidas por los Estados, entre las que se ubican la prohibición de condicionar el ejercicio de la protesta a una autorización administrativa previa; el deber de identificar y retirar a manifestantes que recurran a medios violentos a fin de que la protesta en sí pueda continuar; o el mandato de no criminalizar – jurídica o socialmente – el derecho en cuestión.
Todos estos estándares son de la más alta importancia para proteger un derecho que es mundialmente amenazado. Sin embargo, la atención focalizada que recibe esta dimensión del derecho a la protesta omite considerar otro aspecto clave para insistir en la urgencia de que se le regule y proteja adecuadamente. Precisamente, leía hace unos días atrás el texto “El Derecho frente a la protesta social” de Roberto Gargarella, en el cual el autor reflexionaba sobre las reacciones del poder público ante la protesta social para proponer el argumento de que dicha respuesta siempre se vincula a una cuestión anterior y más general: la forma en que los Estados tratan a los grupos más vulnerables, “a quienes viven en peores condiciones”, en palabras del propio Gargarella.
Encontré dicha premisa especialmente relevante para la realidad de nuestro país. Si bien nuestra Constitución enuncia que todos los peruanos somos titulares de derechos y que accedemos a estos bajo un criterio de igualdad, se trata de un principio difícil de defender en un país tan dispar y con severas carencias estructurales como el nuestro. Señala también la Constitución que en el Perú opera una democracia representativa, de modo que ―al menos sobre el papel― como ciudadanos, todos participamos políticamente en la toma de decisiones públicas mediante la elección de nuestros representantes. Nuevamente, la enorme brecha entre las demandas sociales y las decisiones estatales siembra dudas también sobre la vigencia de este principio.
Cuando la norma apunta en una dirección, y la realidad, en otra, la protesta social emerge como un mecanismo para acercar ambos extremos. En otras palabras, el derecho a la protesta funciona como un recurso para que aquellos grupos cuyos derechos y necesidades son ignorados en la agenda pública, puedan acceder al nivel de participación que precisan para exigir la satisfacción de los derechos de los que son titulares. Puesto de otro modo, todos tenemos derecho a protestar, pero, para algunos, la protesta social es el medio exclusivo para reclamar que se devuelva la naturaleza de “derechos” a lo que en este país se trata como “privilegios”.
Es en este contexto que observar la respuesta del Derecho ―personificado en el Estado, como proponía Gargarella― frente al ejercicio del Estado puede revelar convicciones profundamente preocupantes. Cuando el Estado responde a la protesta no desde el respeto y la garantía, sino mediante la represión y criminalización, la vulneración es doblemente vil. Se impide no solo el ejercicio de un derecho fundamental, como tradicionalmente se entiende el problema, sino que se perpetúa el silencio de las minorías y de los grupos que se encuentran en mayor desventaja, anulando por completo sus pocas chances de acceder a condiciones de vida más dignas. El Estado se comporta no como el principal garante de derechos, sino como el responsable de la exclusión y discriminación de grupos vulnerables.
Por ello, en mi opinión, la vulneración del derecho a la protesta social configura una triple afectación de derechos y principios constitucionales:
- En primer lugar, se lesiona el contenido esencial del propio derecho a la protesta, entendido como un derecho autónomo y no enumerado conforme a la jurisprudencia del Tribunal Constitucional (Expediente No. 00009-2018-PI/TC). Esto ocurre, por ejemplo, cuando el Estado prohíbe sin mayor justificación la realización de manifestaciones sociales en determinados espacios públicos, o cuando, ante el desencadenamiento de la protesta, responde con un uso desmedido e ilegítimo de la fuerza pública.
- En segundo lugar, se afecta de manera directa e indirecta el ejercicio de otros derechos fundamentales conexos, lo que permite sostener la naturaleza pluriofensiva de la violación al derecho a la protesta social. El escenario de las afectaciones directas se presenta en tanto el derecho a la protesta guarda una relación intrínseca con otros derechos conexos como la libertad de expresión, el derecho a la reunión pacífica o la participación política, de modo que cuando se le vulnera, la afectación irradia también a estos otros atributos. Por otro lado, la lesión indirecta se produce en tanto la restricción de este medio de reclamo tendrá por efecto mantener la situación de insatisfacción de derechos que gatilló la necesidad de manifestarse, con lo que esta no podrá corregirse.
- Finalmente, la violación del derecho a la protesta implica también el rompimiento del principio democrático de soberanía popular. Desconoce que la protesta es una forma de ejercer el poder del pueblo y reduce las posibilidades de la democracia a la mirada “restrictiva, elitista y limitativa” (Gargarella, 2008) que entraña comprender a la participación ciudadana solo por la vía del sufragio.
Recientemente, distintos representantes de los principales órganos de protección de derechos humanos a nivel global publicaron la “Declaración conjunta sobre la protección de los derechos a la libertad de reunión pacífica y de asociación frente a la criminalización en medio de la intensificación de amenazas existenciales”. A través de dicho documento, relatores de Naciones Unidas, de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y de la Comisión Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos presentaron un conjunto de principios que deben ser acatados por los Estados en el tratamiento del derecho a la protesta. Estos principios, con perspectiva global, reflejan el consenso actual del Derecho Internacional sobre el contenido de dicho derecho y los correspondientes deberes estatales.
Al margen de ello, citar la Declaración como cierre de esta breve nota resulta pertinente, pues los relatores no solo coinciden en el alcance de los principios mencionados, sino en una importante nota de alerta:
“[L]a estigmatización, la criminalización y la represión, sumadas a la falta de rendición de cuentas por las violaciones en el contexto el ejercicio de esas libertades [protesta social], están creando un ciclo que se refuerza mutuamente y tiene profundos efectos paralizantes que obstaculizan la participación democrática y erosionan los valores democráticos, creando un entorno propicio para la expansión el autoritarismo”.
Los actos represivos y estigmatizantes de la protesta social protagonizados por nuestras autoridades en las últimas semanas son ejemplos claros de prácticas autoritarias que, como en el resto del mundo, en el Perú se están tornando cotidianas. Nos encontramos no solo ante la pasividad estatal frente al problema de la inseguridad ciudadana, el retroceso en materia pensionaria, el cierre de las vías democráticas o el recorte progresivo de derechos fundamentales. Estamos, por el contrario, ante la exteriorización de los síntomas de una enfermedad mayor, una que viene desintegrando las bases de nuestro pacto social desde un punto de vista moral y jurídico. La respuesta estatal frente a la protesta social revela con toda claridad el abandono absoluto del Estado de su función primaria de defensa de la persona y su dignidad, la cual ha sido suplantada por el menosprecio a los individuos y al poder soberano del pueblo.
(*) Coordinadora del Área Académica y de Investigaciones