Los relevos de gobierno suelen marcar, por definición, cambios de tiempo político. El que se avecina en el Perú puede brindarnos una ocasión propicia para poner en escena importantes discusiones pendientes. Me refiero a discusiones sustantivas sobre las grandes orientaciones de valor de nuestra vida colectiva, no a las discusiones técnicas, metodológicas, contables, que desde hace años parecen haber monopolizado el espacio público. De alguna forma, en efecto, el cariz que adoptó el proceso electoral ha creado la impresión de que encaramos un escenario de posibles virajes y de replanteamientos, aunque para la mayoría del país estos no deben ser radicales.
Entre los grandes temas por ser traídos al escenario del debate público sobresale el de la diversidad cultural del país. Más específicamente, se plantea como urgente la cuestión de cómo adecuar nuestras instituciones, nuestros proyectos, nuestro sistema de representación y nuestra forma de hacer política a esa realidad histórica que todos reconocemos pero que rara vez tomamos como un mandato de genuino pluralismo.
En efecto, hay que admitir que, con diferentes terminologías y bajo diversas inspiraciones ideológicas, la realidad del Perú como país de muy distintas culturas coexistentes ha sido reconocida y proclamada con intensidad al menos durante el último siglo. A veces ese reconocimiento ha tenido matices de reivindicación, otras se ha expresado incluso en términos de pugnacidad. La vieja discusión sobre cuál sería “el verdadero Perú”, que data al menos desde González Prada, puede parecernos hoy sofística o inconducente, pero no deja de ser indicativa de una sensibilidad alerta frente a un país oficial que siempre se asumió como criollo, blanco u occidental. (auctiondaily.com)
No se puede decir que ese viejo debate se halle resuelto todavía. Al menos podría sostenerse que el reconocimiento de nuestra diversidad está lejos de haberse traducido en instituciones y marcos normativos acordes con ello. Menos aún se ha llegado a expresar en una cultura política genuinamente incluyente. Se podría decir que si en el plano intelectual del Perú la causa del pluralismo ha progresado razonablemente, nuestro sentido común –en particular, el de las autoridades nacionales– permanece pertinazmente en una suerte de arrogancia o de atonía etnocéntrica.
Ejemplos de lo dicho son, como es fácil advertir, los diversos conflictos locales que han pautado la vida pública del país durante la última década. Podrían considerarse diversos factores directamente causantes de cada conflicto por separado. Pero una reflexión de más profundo calado tendría que ir a las razones fundamentales: entre ellas, ciertamente, la precariedad del Estado democrático en el país e, íntimamente ligado a ello, las limitaciones de nuestro sistema político para procesar la diversidad con un sentido mínimamente aceptable de justicia, respeto y equidad. En última instancia, se podría hablar de una cierta imaginación política etnocéntrica que limita desde el origen a nuestras instituciones, a la conducta de las autoridades y que incluso se contagia a la opinión pública metropolitana.
Pero sería sumamente reductivo plantear el tema de nuestro fallido multiculturalismo solamente en relación con los conflictos regionales y locales que dominan los titulares de la prensa. Por debajo de esa ruidosa y a veces trágica realidad, se desarrolla un drama silencioso, y quizá por eso mismo más ominoso. Me refiero al de un sistema educativo hostil a las diferencias culturales. A pesar de algunos valientes y meritorios esfuerzos por hacer realidad una educación intercultural bilingüe, tenemos que reconocer que ello está todavía en germen y sometido, además, a una escasez de recursos y de verdadero apoyo institucional. En su mayor parte, nuestro sistema escolar sigue siendo un reproductor de desigualdades y de hábitos de discriminación, una experiencia que instila en niños y niñas rurales, indígenas o nativos, inseguridad y hasta sentimientos de rechazo frente a sus propias realidades culturales. Nuestras escuelas rurales siguen practicando, a veces sin proponérselo, una perversa pedagogía de la inferioridad que, naturalmente, aleja a los niños y niñas de la experiencia de ciudadanía, de autoafirmación, de liberación de las propias capacidades y potencias que debería ser el paso temprano por el colegio.
Una vez más, gran parte de ese problema podría hallar explicaciones de índole técnica o presupuestal. Pero quedarse en esas razones nunca será suficiente. Necesitamos una deliberación en un nivel superior, una discusión y un autoanálisis que nos lleve a decir qué puesto debemos dar, realmente, a la gestación de una sociedad respetuosamente pluricultural y cuáles son los sacrificios y esfuerzos que estamos comprometidos a realizar para llegar a ello. En eso consiste hablar de política seriamente: en poner las ideas y las convicciones por delante de los cálculos y los presupuestos. Estos deben venir después, para servir a las primeras, no a la inversa.
(*) Presidente del IDEHPUCP rector emérito de la PUCP
NOTA: Artículo publicado en el diario La República el domingo 17 de julio del 2011.