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Editorial 2 de febrero de 2021

Era inevitable que el país entrara en una segunda cuarentena ante la segunda oleada expansiva de la epidemia de Covid-19, que llega, además, con mayor virulencia. El trance es innegablemente difícil y penoso. La población ha sufrido enormemente. No hablamos únicamente de la enfermedad y las muertes, que rebasan la cifra de 40 mil, aunque ellas sean lo más doloroso. Hablamos también, evidentemente, de la zozobra, de las duras condiciones del encierro y de la penuria económica que este ha infligido a millones de peruanos: las dificultades para conseguir el sustento diario de quienes, por ejemplo, se dedican al comercio informal, así como la pérdida de empleos por el colapso económico de muchos sectores. Ahora, sin que esos efectos se hayan mitigado, ingresamos en otra paralización.

Sin embargo, esta es solamente parcial. Las disposiciones actuales no tienen el rigor de las de la primera cuarentena. Y no es porque no se precise medidas más exigentes, sino porque, al parecer, hoy en día ya sería imposible hacer que se cumplieran. El gobierno no se ha decidido a imponer una paralización total. En el dilema economía versus salud, la primera ha adquirido una gravitación sobre las decisiones del gobierno que no tuvo durante el año pasado. Ello obedece, en parte, a presiones de sectores influyentes y también a que no hay cómo sostener económicamente un paro mayor. Pero, de otro lado, en términos realistas, pareciera que es cada vez más difícil para un gobierno implementar y hacer cumplir medidas de confinamiento y cierre más ambiciosas. En este contexto, la dimensión política es relevante. Este es un gobierno de emergencia y transición que surgió de circunstancias sui generis y que en verdad no tiene en sus manos todos los instrumentos y poderes que tendría un gobierno de origen ordinario.

«En el dilema economía versus salud, la primera ha adquirido una gravitación sobre las decisiones del gobierno que no tuvo durante el año pasado. Ello obedece, en parte, a presiones de sectores influyentes y también a que no hay cómo sostener económicamente un paro mayor.»

En estas circunstancias, la responsabilidad de la ciudadanía pasa a ser el eje de las nuevas medidas. Las medidas disponen, por ejemplo, que las personas que lo necesiten salgan a la calle durante una hora. Evidentemente, es imposible controlar cuánto tiempo sale cada persona. Hay quienes señalan con sorna esa imposibilidad, como si fuera signo de una medida absurda. Parece serlo, desde luego, si nos mantenemos en una lógica policiaca, tutelar o disciplinaria, en la que un individuo solo hace lo correcto si teme ser castigado. Pero no es absurda si la miramos con una lógica ciudadana: con alguna disposición a asumir la racionalidad de las medidas y a colaborar con su cumplimiento, asumiendo, además, que se trata de actuar en bien de todos, de cuidarse a sí mismo y de respetar el derecho a la salud de los demás.

Es lamentable, pero las evidencias indican que esa lógica ciudadana todavía nos es lejana. Pero es necesario cultivarla e internalizarla tanto entre la población, como en el Estado. Aquella tiene la responsabilidad de cumplir las disposiciones sin requerir vigilancia y sanción; este tiene el deber de implementar las medidas con pleno respeto de los derechos humanos, sin discriminación y con equidad –lo cual significa, también, con atención y respeto a las diferencias. La pandemia y las medidas preventivas, como la cuarentena, siguen siendo un examen para el país, una prueba que todavía no enfrentamos satisfactoriamente.


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