Fuente: Congreso de la República
Las encuestas de opinión más confiables sitúan sostenidamente el rechazo al gobierno alrededor del 80% y el rechazo al Congreso de la República en 90%. Esas cifras son al mismo tiempo merecidas y preocupantes. Merecidas, por el espectáculo de corrupción, impunidad, negligencia y conducta antidemocrática que ambos poderes del Estado dan cotidianamente. Preocupantes, también, no por la suerte política particular de quienes ocupan el gobierno y el Congreso, sino porque evidencian que estamos ante una arena pública desierta de opciones.
Esos rechazos significan, evidentemente, que cuando el país necesita más diálogo, compromisos y acuerdos –que nunca serán del todo satisfactorios para nadie: tal es el signo de la democracia—, no existen interlocutores estatales que se puedan considerar válidos para una enorme porción de la población.
Pero hay otro aspecto de estas cifras que implica un mensaje muy oscuro para la democracia peruana. Y este es que a estas alturas tanto el gobierno como el Congreso parecen prescindir enteramente de toda inquietud sobre su valoración y prestigio entre la población. Lo cual se traduce, naturalmente, en el hecho de que no parecen reconocer ningún freno para la ejecución de sus propósitos.
Es emblemático, por ejemplo, que al mismo tiempo que se cifras sobre la aplastante desaprobación ciudadana al Congreso, este siga tomando medidas que solo responden al interés de algunos de los grupos que lo componen. La reciente desestimación de investigaciones al presidente del Congreso por una diversidad de cargos, entre ellos el de nepotismo, o la lenidad para congresistas que extorsionan a los empleados de sus despachos, ilustran suficientemente esta situación: una opinión pública que censura por amplísima mayoría al Congreso, y un Congreso que en cada acto expresa su nulo interés en la opinión ciudadana.
En un sistema democrático relativamente saludable la indignación ciudadana opera como la última línea de defensa del Estado de Derecho y de las instituciones, una vez que los controles estrictamente políticos y jurídicos han sido abatidos. En el Perú de hoy, dado el copamiento de instituciones judiciales y dada la inexistencia de organizaciones y actores con algún sentido de lo público, esos controles casi no existen. Queda la indignación ciudadana. Pero pasadas las protestas, con un alto saldo de muertes por las que el Estado debe responder y no responde, también esta se muestra insuficiente para contender la regresión democrática en marcha.
Nos acercamos, así, a una situación en la que la impunidad, la corrupción y el desmantelamiento de instituciones tienden a presentarse como inevitables. El abismo de la desaprobación del gobierno y el Congreso puede significar para estos, paradójicamente, una ventaja: una señal de que son independientes de la valoración de sus ciudadanos. Ese es un punto –el de la hegemonía de la impunidad, el del atropello institucional como norma o como fatalidad– que la sociedad peruana debe evitar cruzar.