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Editorial 13 de septiembre de 2022

Este lunes, 12 de septiembre, se cumplieron 30 años desde la captura de Abimael Guzmán, fundador y jefe máximo de la organización terrorista Sendero Luminoso. Los crímenes cometidos por este grupo son bastante conocidos. Abarcan asesinatos y masacres, arrasamiento de comunidades, violencia sexual contra mujeres y niñas, torturas y tratos crueles, inhumanos y degradantes, reclutamiento forzado de menores de edad y varios más. Se trata de crímenes de lesa humanidad y no únicamente de actos de terrorismo, como se suele decir. Es más, la Comisión de la Verdad y Reconciliación, que investigó los crímenes cometidos durante el conflicto armado interno, sostuvo que el único caso en que se podría haber configurado en términos jurídicos el crimen de genocidio es del cautiverio del pueblo asháninka por Sendero Luminoso, y recomendó que se ahondara en investigaciones para aclararlo.

Por todo ello, la captura de Guzmán, que precipitó la derrota militar y el desmantelamiento de Sendero Luminoso, es una fecha memorable en la historia política contemporánea del país. Pero, con el paso de las décadas, esa fecha, además de recordarnos la derrota de un proyecto sanguinario, empieza a ser señal de algo más. Este trigésimo aniversario, considerado en la situación presente de la democracia peruana, obliga también a observar cómo se está desvaneciendo la memoria de aquella tragedia –salvo en los casos en que se hace un uso insincero e interesado de la memoria—y cómo la cultura de los derechos humanos y la sensibilidad humanitaria son lentamente desplazadas por el negacionismo e incluso por la apología de la violencia. Y esto es patente en los diversos sectores del espectro político nacional.

El fin del conflicto armado interno y la rememoración de las víctimas –y cabe recordar que Sendero Luminoso fue el principal perpetrador de crímenes—debió servir para impulsar y consolidar una cultura democrática centrada en derechos humanos y, más allá de lo jurídico, en el reconocimiento de la dignidad humana universal. Ese impulso, que tuvo alguna fuerza en los primeros años de la transición, ha experimentado un debilitamiento gradual, pero constante.

Los ejemplos de ese paulatino abandono de la memoria como valor humanitario son abundantes. Cabe recordar que ninguno de los gobiernos que ha tenido el país desde el año 2003 –cuando la CVR presentó su informe final—se ha interesado en proseguir las investigaciones para determinar si, en efecto, se configuró el delito de genocidio por Sendero Luminoso contra el pueblo asháninka. En cambio, sí ha habido un continuo y creciente empleo de la acusación de terrorista a toda voz que se considere crítica o que simplemente exprese un reclamo de derechos. Ese desinterés en proseguir investigaciones sobre un asunto tan grave ilustra, en realidad, sobre el uso simplemente instrumental de las condenas a Sendero Luminoso por un amplio sector político.

Hoy, por otro lado, el Congreso de la República ha elegido presidente de ese poder del Estado a alguien cuyo nombre está asociado a la masacre de Accomarca. Ese hecho habla también del desvanecimiento de la memoria, de su expulsión del discurso político peruano. A ello cabe sumar la reciente oposición del Congreso a que se consagre el día 30 de agosto a la conmemoración de las víctimas de desaparición, a pesar de que esa fecha es designada por Naciones Unidas Día Internacional de las Víctimas de Desapariciones Forzadas y pese a que en el Perú la Dirección de Búsqueda de Personas Desaparecidas registra nombres de más de 20 mil personas en esa situación.

Estamos, en suma, ante un claro retroceso respecto de consensos que parecía posible alcanzar hace algunos años: consensos sobre el valor del Estado de Derecho, del respeto de los derechos humanos, de la necesidad de una actitud respetuosa hacia las víctimas de graves crímenes. Todo ello es parte de la profunda crisis política para la cual no se avista todavía una salida en el futuro previsible.