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Internacional 24 de marzo de 2021

Compartimos el artículo de Bruce Barnaby y Gabriela Ramos sobre la militarización de las fronteras en el Perú para Konrad Adenauer Stiftung.


El pasado 26 de enero, a través de una acción coordinada entre los ministerios de defensa de Perú y Ecuador, más de un millar de efectivos militares se desplazaron a la frontera entre ambos países para repeler el ingreso de migrantes venezolanos a través de pasos irregulares. Como consecuencia, se registraron varios episodios de tratos desmedidos contra dicha población, incluyendo disparos frente a grupos en los que había presentes niños, niñas y adolescentes. A pesar de la crítica de múltiples organizaciones de la sociedad civil, el Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas continúa aún con dichas operaciones.

Lejos de ahí, en la frontera entre Perú y Brasil, en la región de Madre de Dios, un grupo de migrantes haitianos provenientes de Brasil fueron impedidos de ingresar al territorio nacional sin ninguna consideración de tipo humanitario y sin tomar en cuenta los estándares internacionales sobre migración y refugio.

Actualmente, en Perú, estos hechos no representan medidas aisladas, sino que parecen haberse convertido en rasgos que definen la actual política migratoria peruana.

Situación actual de la migración en el Perú

Históricamente, el Perú ha sido considerado un país de emigrantes; sin embargo, desde el 2016, a raíz de la crisis humanitaria en Venezuela, el país se ha convertido en el segundo destino con mayor acogida de la migración venezolana. Esto ha implicado un cambio rotundo en las dinámicas de los flujos migratorios y también en su normativa nacional. De este modo, en 2017, se instauró la nueva Ley de Migraciones, su Reglamento y la Política Nacional Migratoria 2017-2025, instrumentos con una mirada garantista hacia la migración basada en un enfoque de género y derechos humanos. Incluso, se implementó el Permiso Temporal de Permanencia como un mecanismo especial para facilitar la presencia de personas venezolanas en el país.

No obstante, a medida que el flujo migratorio incrementó, se empezó a implementar una serie de medidas, en los distintos niveles del Gobierno, con el objetivo de controlar —restringir— el ingreso de estos migrantes. A este panorama, se sumó la actual crisis sanitaria ocasionada por la pandemia, que ha conllevado a una crisis económica con un impacto notorio en el masivo sector informal preexistente; y la crisis política, consecuencia de una conflictividad creciente entre los diferentes grupos políticos en el país. Como resultado, se ha generado un clima de tensión, que ha encontrado en la política migratoria, y en la situación de la migración venezolana en el Perú, una excusa a la que se le puede atribuir la culpabilidad de los problemas y males de la sociedad. Javier De Lucas utiliza el término “cabeza de turco”, en su artículo “Inmigración y globalización: acerca de los presupuestos de una política de inmigración”, para referirse al elemento al que se le atribuye la culpabilidad de los problemas y males de una sociedad. De esta manera, permite simplificar la realidad y, sobre todo, eludir responsabilidades al establecer la causa de los problemas fuera del grupo.

Conforme a esta premisa, la inseguridad, la crisis laboral e inclusive la crisis sanitaria son males traídos por “el otro”, considerado como el enemigo y, por lo tanto, como un problema a abordar a través de medidas restrictivas. De esa manera, la política migratoria comienza a ser entendida en el imaginario público como una política sobre seguridad ciudadana, protección sanitaria, y hasta una política de soberanía económica. Esto se ve reflejado en los discursos populistas de ciertos líderes políticos, el tratamiento informativo de diversos medios de comunicación sobre la migración venezolana, en las acciones de violencia contra ciudadanos/as venezolanos en territorio peruano y en medidas como la actual militarización de las fronteras.

Militarización de la frontera

Asentar personal militar en los pasos fronterizos como una política permanente para el control de la migración irregular trae graves dificultades para la efectiva protección de los derechos humanos. De acuerdo a la normativa peruana, las fuerzas armadas efectivamente cumplen un rol en la vigilancia de fronteras. No obstante, dicho rol no está pensado para el ejercicio de funciones administrativas como el control migratorio, sino en la defensa del territorio nacional; y, está sujeto a estándares del uso de la fuerza y al respeto irrestricto de los derechos humanos.  A esto se debe añadir que el personal militar no ha sido preparado para un uso de la fuerza aplicable a situaciones sociales de migrantes o un posible desborde social.

De otro lado, expone a los migrantes a un mayor riesgo. Esto se explica porque, desde el inicio de la pandemia, el cierre de fronteras ha ocasionado que las personas con necesidad de migrar hacia el territorio peruano o transitar a través de él para llegar a otro destino tengan que recurrir a pases no autorizados. De hecho, a mayores obstáculos, como la militarización, el flujo migratorio no se detiene—al menos no permanentemente—, sino que obliga a las personas a hacer uso de vías cada vez más riesgosas y clandestinas. Esta precarización expone a la población en movimiento a ser víctimas de otros delitos y vulneraciones de derechos humanos como la trata de personas, violencia sexual o el tráfico ilícito de migrantes.

Asimismo, esta medida genera violaciones directas al Derecho Internacional de los Derechos Humanos enfocados en las personas en situación de movilidad, como el derecho a solicitar asilo y el derecho a la no devolución. El primero, de acuerdo a la Convención sobre Refugiados y a la Declaración de Cartagena, ambos instrumentos ratificados por el Perú, permite que toda persona que sufra un temor fundado de persecución o que haya huído de su país de origen por amenazas ligadas a alteraciones graves del orden público, como la violación masiva de los derechos humanos acaecida en Venezuela, solicite protección internacional al Estado receptor e inicie el procedimiento regulado para el reconocimiento de su condición de refugiado.

El segundo, conforme a lo dispuesto por el artículo 22.8º de la Convención Americana de Derechos Humanos, implica que una persona extranjera, refugiada o no, no puede ser devuelta a un territorio en donde su vida, libertad o integridad estén en riesgo por motivos de raza, nacionalidad, religión, condición social u opiniones políticas. Esta devolución puede adquirir diversas manifestaciones, incluyendo el rechazo o no admisión en fronteras.

Para el respeto de ambos derechos, es necesario que el Estado cumpla con las garantías del debido proceso y evalúe cada caso en concreto para determinar posibles situaciones de riesgo que enfrentaría una persona de no ser admitida en el país. Sin embargo, el cuerpo militar peruano no cuenta con una preparación, a lo largo de su formación, para realizar un análisis que involucre situaciones migratorias con posibles riesgos de derechos humanos. Además, esta función no le ha sido asignada por la ley peruana y, por lo tanto, no constituye una instancia administrativa que garantice, para civiles, derechos como un plazo razonable para el análisis de cada caso o la posibilidad de ejercer una defensa frente a una posible decisión perjudicial. En consecuencia, militarizar las fronteras e impedir el ingreso a grupos poblacionales cuyo rasgo en común es compartir una nacionalidad —probablemente la venezolana o haitiana—indica que el Estado no está cumpliendo con su obligación de individualizar los casos y que, más bien, está incurriendo en una generalización discriminatoria con base en la nacionalidad de las personas.

De este modo, aunque la militarización parece ser una salida efectiva para un sector de la población, no cumple con el objetivo de mantener una migración ordenada y, además, vulnera estándares en derechos humanos como el respeto al derecho a solicitar refugio y el principio de no devolución. Por ello, resulta urgente que el Estado peruano abandone este tipo de medidas populistas y aborde el fenómeno migratorio pensando, primordialmente, en la protección de los derechos de las personas en situación de movilidad.  A la par, debe trabajar en combatir la crisis de seguridad, sanitaria y política enfocándose en las verdaderas causas estructurales de los problemas.