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Editorial 16 de febrero de 2021

Cuatrocientos ochenta y siete es el número de personas que recibieron la vacuna de Sinopharm de manera irregular y clandestina, evadiendo todos los protocolos y procedimientos administrativos y aprovechando la ventaja del poder o de la cercanía a él. Figuran ahí el expresidente Martín Vizcarra y la ahora exministra Pilar Mazzetti, pero junto con ellos están también políticos de diversas tendencias, personajes de variados sectores del aparato del Estado, personas dedicadas al lobby, y familiares y amigos de todos los anteriores. La lista de los beneficiarios clandestinos es una potente, una deprimente demostración de que hay hábitos y actitudes que no cambian en el país: en medio de una pandemia que, según las cifras reconocidas oficialmente, ha cobrado más de 40 mil vidas y que mantiene en la zozobra a millones de peruanos, quienes tienen alguna forma de acceso al poder solo conocen un lenguaje: el lenguaje del privilegio.

Este repudiable episodio reclama ser observado y enjuiciado desde varias dimensiones. Una de ellas, todavía por esclarecerse, es la de los alcances de la responsabilidad legal –penal o administrativa—en que han incurrido los aprovechadores. Ello incluye, también, la responsabilidad política, que obligaría a apartar de sus cargos a quienes integren esa lista.

Pero donde hay faltas y responsabilidades, hay agraviados. Y es indispensable considerar este hecho desde el punto de vista del derecho a la salud, que por definición es universal y no admite ningún criterio de discriminación. El acceso arbitrario a la vacuna por un grupo de privilegiados constituye una vulneración del derecho a la salud de millones de peruanos. Con esto no se quiere decir, obviamente, que esos centenares de vacunas hubieran servido para atender a esos millones. Pero sí que su asignación excluyente y clandestina revela un desprecio por ese derecho, lo cual es particularmente grave en lo que atañe a altos funcionarios del Estado como el expresidente y nada menos que la ministra de Salud.

«El acceso arbitrario a la vacuna por un grupo de privilegiados constituye una vulneración del derecho a la salud de millones de peruanos.»

Por otro lado, sobresale en estas circunstancias el elemento de clandestinidad y, peor aún, de mendacidad con el que actuaron las autoridades involucradas. Se podría pensar, incluso, que, si se hubiera informado que se iba a administrar la vacuna a los principales funcionarios del gobierno para asegurar la estabilidad en un momento crítico, eso habría sido razonable, aunque seguramente discutido. Pero no se hizo nada de eso. Esta preferencia por la nocturnidad y el engaño, por obtener beneficios al margen de las reglas y sin dar explicaciones, forma parte de una cultura política antidemocrática fuertemente arraigada en el país.

Por último, el señalamiento sin ambages de estas culpas no debería conducirnos a ignorar el intento de aprovechamiento político que podría ponerse en marcha. Desde hace años la democracia peruana se encuentra asediada por intereses muy oscuros en los que se combinan el autoritarismo, la corrupción y la hostilidad a los derechos humanos. No es un secreto que esos sectores aprovechan situaciones como la actual para intentar derribar a la democracia o, quizá peor aún, desnaturalizarla con un aparente respeto de las formas. Ocurrió hace pocos meses cuando se destituyó a Martín Vizcarra. La democracia peruana debe estar alerta a esas intenciones, al mismo tiempo que condena este episodio incalificable.


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