Faltando apenas nueve días para el cambio de gobierno, el Jurado Nacional de Elecciones anunció ayer el resultado oficial definitivo de la elección presidencial y proclamó presidente electo a Pedro Castillo. Con este acto se inicia, muy tardíamente, por cierto, el proceso de relevo en el gobierno que deberá concretarse el 28 de julio.
Ante la turbulencia que ha rodeado a la vida política nacional en los últimos cinco años, y ante la prolongada resistencia a aceptar el resultado electoral mostrada por la candidatura perdedora, cabe, en primer lugar, expresa satisfacción por que se haya concluido este proceso dentro del marco legal y sin violencia. Será en sí mismo beneficioso para la vida democrática que se concrete el traspaso del poder por medios legales y pacíficos, como ha venido ocurriendo desde el año 2001. Esta sería la quinta de una serie ininterrumpida de sucesiones presidenciales apegadas a la letra constitucional. Eso debe quedar plenamente asegurado.
Más allá de ese hecho, es razonable temer que el clima de confrontación política, y, junto con él, el peligro de inestabilidad, perdurarán todavía por un tiempo en el país. La manera como queda organizado el poder tras estas elecciones no es tan distinta de la que hubo en los últimos cinco años y los actores políticos tampoco son de mejor calidad a primera vista. Una arena política fraccionada, una composición legislativa con acentuada dispersión de bancadas, la presencia de organizaciones o personas con pasados políticos desconocidos y a veces turbios: ese es el contexto en el cual habrá de desenvolverse el próximo periodo presidencial y legislativo. Colocados ante este umbral, persiste, además, la sombra de los excesos cometidos por los dos congresos que han actuado en el quinquenio que ahora termina. Se puede decir que, en estos años, si no ha habido una interrupción constitucional –salvo por un golpe de Estado rápidamente fallido–, en cambio sí se ha producido un deterioro de la cultura democrática de los protagonistas oficiales de la política.
«En una democracia, un gobernante debe ser elegido mediante elecciones legales, y eso es lo que ha sucedido. La democracia peruana necesita lealtad a las reglas de juego de parte de todos, gobernantes y oposición, y una sociedad civil vigilante.»
Por todo ello, es necesario insistir en reclamar una conducta democrática de los actores políticos para el periodo que ya comienza. Hasta ahora, de manera explicable por el contexto electoral, se ha puesto énfasis en reclamar esto a los que aspiraban a la presidencia. Esa exigencia está vigente. El presidente Castillo ha adquirido el compromiso de respetar el cauce democrático y toca a la ciudadanía recordárselo permanentemente. Pero lo mismo cabe exigir, y la misma vigilancia es imprescindible, respecto de los que van a actuar en la oposición. A juzgar por su comportamiento durante los dos meses transcurridos desde la segunda vuelta electoral, hay motivos para recelar de su futura conducta. Los grupos de la oposición deben ejercerla de manera “leal”, es decir, sin embarcarse en una práctica sostenida y arbitraria de la obstrucción –como, por ejemplo, censurando ministros sin razones válidas—y, sobre todo, sin descarrilar el proceso democrático.
El primer e imprescindible paso para ello es reconocer la validez del resultado electoral y la legitimidad del mandato ciudadano sin ambages. Sugerir, como se ha hecho, que el gobierno entrante puede ser legal, pero no legítimo, es utilizar un juego de palabras que delata una aceptación insincera del proceso democrático. Pero es más que eso: es también una peligrosa distorsión de categorías aplicables a aspectos distintos del proceso político y que busca dejar sembrada indefinidamente la duda sobre el resultado. El hecho concreto es que, en una democracia, un gobernante debe ser elegido mediante elecciones legales, y eso es lo que ha sucedido. La democracia peruana necesita lealtad a las reglas de juego de parte de todos, gobernantes y oposición, y una sociedad civil vigilante.
Editoriales previas:
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