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Opinión 8 de septiembre de 2020

Escribe: Eduardo Dargent (*)

La transición del año 2000 tuvo varias promesas incumplidas. Dramáticos eventos recientes muestran, por ejemplo, que el control de la corrupción y la reforma de la justicia quedaron muy lejos de aquello a lo que se aspiró en ese momento. Otra gran deuda, de la que aquí me ocupo, es la construcción de medios de comunicación plurales, independientes y de calidad. Y esa gran deuda de una mejor esfera pública para el debate político nos pesará en este contexto, cuando la pandemia concentre las campañas del 2021 en medios de comunicación de baja calidad y en redes sociales. Las excepciones no alcanzan para elevar el debate.

El fujimorismo nos debió hacer valorar la importancia de los medios de comunicación en una democracia. Vimos los efectos negativos de la peligrosa alianza entre el gobierno y empresarios corruptos sobre la competencia democrática y el control institucional. También aprendimos lo que se pierde para el debate público y la rendición de cuentas con medios chatos, despolitizados y faranduleros. Parte del plan de ese régimen, no hay que olvidarlo, fue despolitizar la televisión, empobreciéndola. Y claro, vimos cómo medios que se compraron peleas y fiscalizaron fueron al final clave para limitar el poder de dicho régimen y contribuir a su caída.

Pues bien, en estos años los medios, pero especialmente la televisión, han fallado en construir un espacio de debate público. Al revés, en varios casos se han seguido despolitizando, incrementando la farándula y renunciando a la investigación política. Incluso en los años noventa hubo programas de conversación política en televisión abierta que hoy escasean. El cable (y ni siquiera todos los cables) se ha convertido en el espacio al que van los ministros a hacer anuncios nacionales, donde la oposición discute sus propuestas o donde los candidatos presidenciales son entrevistados. A la misma hora que una telenovela turca o un programa concurso es transmitido en señal abierta.

«Sin espacios políticos que lleguen a muchas personas y que tengan estándares informativos, será más fácil que viajen las noticias falsas, que se priorice la demolición parcializada del rival o que los candidatos se escondan de discutir temas de fondo.»

Lo sabemos de sobra, pero hay que reiterarlo para que no sirva de excusa. Una esfera pública de discusión política no se construye con noticieros centrados en eventos. Tampoco con programas semanales que terminan más enfocados en denuncias. Se requiere una presencia más constante de la política en los medios, de evaluación de lo que hacen y dejan de hacer los políticos. Entrevistas largas, mesas redondas, más investigación. Sin esa experiencia compartida y cotidiana los malos manejos, las decisiones equivocadas y las corruptelas son más fáciles de esconder. Los medios serios no suplen estas carencias.

Dicho sea de paso, esta televisión pauperizada fue la misma que cobraba millonarias cantidades por publicidad electoral, montos que crecían de elección a elección. Quitaban espacio de pantalla a los políticos y les cobraban más por aparecer en sus canales. Cuando critiquen a los involucrados en la corrupción no olviden que algo tuvieron que ver con todo esto. Despolitizar y cobrar más por publicidad electoral es también perverso.

«Seremos más vulnerables ante las noticias falsas, en la forma que sea, pues estas circularán por redes sociales o en medios de baja calidad sin que se las pueda desmentir en forma efectiva al no haber muchos espacios para hacerlo.»

Pero no nos quedemos en estos medios. Buena parte de los medios existentes siguen un modelo de griterío parcializado con estándares pobres sobre pluralidad y verificación de la información. No se informa y debate, se sentencia. O se fortalecen prejuicios. La radio tiene un enjambre de estos programas, la televisión local y la televisión por cable también. Por allí pasa también la política, especialmente las carreras al congreso.

¿Por qué me preocupa tanto este escenario, si mal que bien así estamos hace varios años? Pues porque esta vez será peor. Este páramo es donde transcurrirá una elección que, por la crisis sanitaria, se desarrollará en medios y redes sociales. La propaganda callejera y las reuniones de todo tipo estarán limitadas. Las franjas electorales nos dirán poco o nada, porque son más publicitarias que espacios de debate o de rendición de cuentas. Sin espacios políticos que lleguen a muchas personas y que tengan estándares informativos, será más fácil que viajen las noticias falsas, que se priorice la demolición parcializada del rival o que los candidatos se escondan de discutir temas de fondo.

Se nos viene también una elección llena de campañas de demolición, con medios que adoptan candidatos y atacan a muerte al resto. Si algo muestran las investigaciones sobre noticias falsas es que nuestra parcialidad se refuerza con medios sesgados que dicen lo que queremos escuchar. Y, de nuevo, esta parcialidad también se ha visto en medios que se presentan como serios.

Finalmente, sin espacios de conversación donde candidatos y sus grupos de apoyo puedan presentar sus propuestas, y ser confrontados por especialistas informados, nos quedamos en los mensajes superficiales y en la ocurrencia farandulera. Le regalamos al improvisado la posibilidad de no rendir cuentas, de escapar de espacios donde sea exigido, de absolver las dudas que nos deja.

¿Cómo enfrentar lo que viene? Por un lado, aunque sea inútil, exigiendo a los medios que respeten su compromiso de construir información pública y recordarles que su uso de las señales del Estado tiene una carga de obligaciones que no respetan. Hay que perder el miedo a la defensa habitual de que se afectaría su libertad de expresión y reiterarles que es una estafa que pasen por libertad de expresión lo que son en realidad intereses monetarios. ¿O es que me quieren hacer creer que algún valor liberal fundamental se perderá si reducimos un par de horas de farándula, concurso o telenovela? Se puede obligar a presentar información sin afectar la libertad de los medios de hacerlo en los formatos que deseen.

Difícil avergonzarlos, claro, pues los políticos hace tiempo renunciaron a este debate y no presionarán. Otra opción es demandar a los medios del Estado –hoy, de hecho, más políticos que los otros- que amplíen su oferta, pero garantizando autonomía. También difícil, pero importante intentarlo.

Hay, finalmente, una agenda urgente para organizaciones vinculadas a los derechos humanos, las libertades civiles o la educación para llenar, en lo posible, este espacio abandonado. Evaluar noticias a fin de determinar su verdad o falsedad, evitando parcializarse por simpatías políticas, sería ya un aporte importante. Mejor si se logran producir espacios de evaluación de propuestas de política, con un modelo atractivo para que pueda viajar por redes sociales. Todo ayuda.

Igual, sin desmerecer estos esfuerzos, el cambio de fondo tiene que venir por medios masivos y que aspiren a una legitimidad más amplia. Mirar los medios del año 2000 y lo que tenemos hoy debería darnos vergüenza. La misma vergüenza que da ver a los partidos políticos de la transición involucrados en casos de corrupción. Ambos fallaron.


(*) Profesor del Departamento de Ciencias Sociales de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Abogado (PUCP) y máster en filosofía política de la Universidad de York, Reino Unido. Doctor en Ciencia Política (Universidad de Texas en Austin). Miembro de la asamblea del Idehpucp.