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Opinión 14 de noviembre de 2014

La pérdida o el abandono del valor absoluto de la vida humana se ha convertido en una realidad cotidiana en el Perú. Es una forma de indiferencia moral que practicamos diariamente los ciudadanos y que exhiben con actitud, a veces escalofriante, las autoridades del Estado y las instituciones que dirigen.

Lo dicho nos lo viene a recordar un hecho reciente –uno entre muchos-  que cabría citar: la muerte del ciudadano Fidel Flores en Cajamarca, a manos de la Policía, cuando intentaba resistirse al desalojo de su vivienda como consecuencia de una deuda impaga.

Cabría preguntarse, desde luego, por qué vericuetos burocráticos y judiciales es que una deuda por la compra de una motosierra puede a la postre convertirse en la pérdida de una casa. Pero más grave, indignante y estremecedor aún es constatar el uso de la fuerza fuera de toda proporción por parte de la Policía para hacer cumplir un trámite legal.

La respuesta tibia que ha ofrecido la autoridad nos habla, precisamente, de esa progresiva desvaloración de la vida de los peruanos por parte de nuestro Estado. Esa desvaloración, hay que decirlo, no es una actitud ocasional, sino que está incrustada en las propias políticas del Estado y se hace cada vez más manifiesta.

Hay que recordar, en efecto, que hoy en día están vigentes leyes que apuntan a eximir a la Policía de la responsabilidad por la violencia cometida contra la población permitiéndoles casi hacer uso arbitrario de sus armas.  Todo ello  acompañado de dificultades para procesar penalmente al personal policial  involucrado. Esas normas se dieron en el contexto de las crecientes protestas de diversas poblaciones contra daños al medio ambiente el uso abusivo del territorio en donde ellas habitaban. 

Un Estado que diluye las posibles responsabilidades de sus agentes por la muerte de sus ciudadanos es, obviamente, un Estado que dista de ser democrático, y la indiferencia frente a muertes innecesarias y absurdas, sobre todo cuando sus víctimas proceden de los sectores más pobres  va aún más lejos. Si a lo anterior añadimos el desinterés de las autoridades por prevenir las numerosas muertes que ocurren en las carreteras del país, como resultado de un sistema de transporte caótico y completamente disfuncional, y la ineptitud del Estado para evitar la muerte de niños en el Sur Andino en épocas de frío intenso, el cuadro se completa. 

El olvido del valor de la vida tuvo un momento especialmente trágico en la época del conflicto armado interno. Ese olvido no solo se expresó en la perpetración de asesinatos y masacres sino en el rechazo del Estado, y de un buen sector de la ciudadanía, a establecer responsabilidades y hacer cumplir la ley. Hoy vivimos todavía a la sombra de ese colapso cultural y moral. Revertirlo implica una transformación vigorosa de nuestra imaginación pública y una reivindicación del valor y dignidad de la vida de todos los seres humanos.