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Opinión 27 de abril de 2018

Resulta ingenuo decir, como han hecho algunas autoridades, que la crisis que determinó la caída de Kuczynski es cosa del pasado y superada. Esa superficialidad puede hacer mucho daño. Cuando la dimisión del presidente, todos estuvimos de acuerdo en que el episodio correspondía a una cadena de disfunciones que venía de atrás. Hubo un relativo consenso, al menos entre las voces más lúcidas o menos ofuscadas, en que para entender lo sucedido había que hacer un examen retrospectivo de largo alcance. Si eso fue correcto, entonces resulta despistado pensar que porque hay un nuevo gobierno el problema ya fue cancelado.

Si las raíces del problema fueron profundas, sus ramificaciones tienen que ser largas. Y, por lo tanto, no es aconsejable caer en la complacencia: el gobierno tiene, como es natural, que gestionar el funcionamiento cotidiano del país, pero haría bien, también, en tomar la medida histórica del trance que vive nuestra democracia. Más aun cuando este será el gobierno que pasará la posta al siguiente en la víspera del bicentenario de nuestra independencia.

En su práctica cotidiana, y sin detenerse necesariamente a realizar un balance histórico y un análisis demasiado minuciosos, el gobierno tiene por escoger cursos de acción que signifiquen cierta conciencia histórica de su misión. Y en ningún aspecto de la gobernabilidad puede ser visto eso como en aquellos campos que impliquen una profundización del reconocimiento y la protección de derechos en nuestro país. Nada mejor para restaurar el espíritu republicano de nuestra democracia que el retomar la senda del reconocimiento, que venía avanzando dificultosamente, y que fue bloqueada por grupos ultraconservadores o simplemente saboteadores y animadores de prejuicios en los últimos años.

Uno de esos campos centrales es la educación. Fue allí donde estuvimos progresando hacia una comunidad política inclusiva mediante la educación con enfoque de género. Esta se trata, entre otras cosas, de enseñar a los niños a relacionarse respetuosamente con la diversidad. La educación de género ha de enseñar a niños y niñas a constituir de manera más robusta sus identidades y, dentro de ello, a reconocer como respetables las identidades de los demás. El valor de la tolerancia y el de la inclusión están en el centro de ese esfuerzo. Toca al gobierno reanudar la senda que muchas colectividades promotoras del prejuicio y el odio quieren liquidar.

Del mismo modo, es fundamental acentuar en todos los niveles de la acción del Estado la mirada intercultural, una que haga justicia a la sociedad plural y diversas que nos preciamos de ser. Construir un país de ciudadanos reclama tener un Estado de cuyos servicios, garantías y protección nadie se sienta excluido en razón de su etnia. Eso es central para tener una sociedad de ciudadanos en el siglo XXI.

Insistamos: venimos de una crisis de profundas raíces y hoy en día el problema de la corrupción acapara nuestra indignación. Sin descuidarlo, debemos ser conscientes de que reconstruir cívicamente al país reclama transitar vías más diversas.