Sin embargo, no todas las mujeres enfrentan las mismas limitaciones. Pobreza, raza, orientación sexual, clase, etnia, lengua, discapacidad e identidad sexual son algunos de los elementos que se pueden intersectar con la condición de mujer de una persona. En este contexto, las mujeres que se dedican a la prostitución se encuentran en una especial situación de vulnerabilidad por la ausencia de un marco legal que las proteja y/o les permita ejercer sus derechos. Por este motivo, es frecuente que sean víctimas de violencia por parte de funcionarios públicos, explotadores y/o clientes.
Lamentablemente, las respuestas estatales y políticas no han priorizado a las mujeres al momento de proponer medidas frente a la prostitución. Más aún, las políticas sobre la materia no han tomado en cuenta la relación que puede existir entre el marco legal de la prostitución y la lucha contra otra realidad que enfrentan las mujeres: la explotación sexual.
De este modo, algunas medidas se encuentran bajo la perspectiva “reglamentarista”. Bajo este modelo, la prostitución es un mal que provoca la expansión de enfermedades infecciosas y atenta contra el orden público (Villacampa 2012: 3). Sin embargo, se asume que la prostitución es una realidad que no puede ser erradicada; por lo que se proponen medidas como controles sanitarios obligatorios, creación de un registro de prostitutas y el establecimiento de espacios urbanos para estas actividades (llamadas “zonas rosas”) (Villacampa 2012:3). En este sentido, las mujeres que ejercen la prostitución son tratadas bajo un modelo parecido al de “exclusión de leprosos” (Foucault 2011:51); aislándolas de la sociedad, estigmatizándolas e impidiendo su derecho a la vida en comunidad. Lamentablemente, este modelo ha sido sugerido en reiteradas ocasiones por políticos y funcionarios municipales.
Otro modelo es el llamado “prohibicionista”. Bajo esta visión la prostitución es un mal del que son responsables las prostitutas; toda vez que atentan contra la familia y la comunidad. Por este motivo es necesario erradicar la prostitución a través de normas penales que prohíban su ejercicio. En nuestra opinión, el Perú asume parcialmente este modelo a través de normas prohibitivas que, si bien no son formalmente criminalizadoras, son en realidad “leyes penales latentes o encubiertas” (Zaffaroni 2005:31) que permiten que agentes estatales utilicen la fuerza estatal sobre las mujeres que ejercen la prostitución. El Código Penal no prohíbe la prostitución expresamente, existen normas municipales que consideran a este comportamiento una “infracción” sancionada con una “multa”. En el caso de la Municipalidad de Lima, por ejemplo, la Ordenanza Municipal 1718 tipifica como infracciones el ejercicio de la prostitución en vía pública, el ofrecimiento de prostitución en la vía pública, y la permisión, promoción y favorecimiento de la prostitución en un inmueble. Estas normas no solo estigmatizan la prostitución, sino que dirigen su fuerza contra uno de los grupos más vulnerables dentro de la industria sexual: las mujeres que ejercen la prostitución en la calle (incluyendo a las transgénero y las transexuales).
Evidentemente las medidas propuestas por estos modelos no facilitan la lucha contra la explotación sexual. Pero, ¿de qué manera se puede combatir la explotación sexual desde la legislación en materia de prostitución? Existen dos modelos que dan respuesta a esta pregunta. Ambos enfoques, si bien son contradictorios, son promovidos por distintos movimientos feministas y están focalizados en la propia mujer que ejerce la prostitución.
Por un lado, el modelo “regulacionista” considera que la prostitución es un trabajo voluntario que debe ser diferenciado de la explotación o esclavitud sexual que es considerada un delito (Juliano 2012:158). Históricamente la prostitución no ha sido considerada un trabajo, sino una práctica estigmatizada. Ello porque estamos ante un actividad que transgrede con los roles femeninos tradicionales. Estos roles le exigen a las mujeres relacionar afectividad con sexo; dedicarse a prestar servicios domésticos conjuntamente con el sexo; no disfrutar del sexo; y no tener muchas parejas sexuales (Juliano 2012: 159). La prostitución rompe con esta construcción social y manifiesta, según esta postura, que las mujeres pueden gozar de los mismos derechos sexuales que los hombres.
En este sentido, esta propuesta considera que se les debe reconocer a las mujeres la capacidad de autodeterminarse y de elegir la labor que deseen. Esta labor debe ser reconocida como un trabajo con derechos exigibles al Estado y a la(o)s empleadores. ¿Cómo se relaciona esto con la lucha contra la explotación sexual? De acuerdo a esta posición, la regulación del trabajo sexual reduciría la estigmatización contra las mujeres dedicadas a esta labor, facilitando que ellas puedan denunciar y atestiguar los casos de explotación sexual. Además, la regulación permitiría al Estado controlar más fácilmente el trabajo sexual, pudiendo identificar los casos en donde el comercio sexual se produzca en situaciones de esclavitud o de manera no consentida. De esta forma, el trabajo sexual perdería su naturaleza clandestina, y con ello se haría más difícil su vinculación con la explotación. En esta línea parece estar el único plan de gobierno que se pronuncia sobre este tema. Así, el plan de gobierno del Frente Amplio reconoce como problema que las mujeres no puedan ejercer plenamente sus derechos sexuales y decidir libremente sobre su cuerpo. Ante ello proponen la “Regulación del trabajo sexual, lucha contra el proxenetismo y la trata de personas”.
Finalmente, se encuentra la propuesta del “abolicionismo”. Según esta perspectiva, la sexualidad es un campo en el que se encuentran los sujetos y objetos de deseo, así como los placeres y las creencias (Córdova 2003: 346). En este campo, se reproducen los roles de poder presentes en la sociedad. Así, el sexo es construido en el imaginario social como un espacio en el que se recrea la dominación de los hombres y la subordinación de las mujeres (Mackinnon 2014:16-22). En el caso de la prostitución, el dinero recrea la dominación masculina.
Si el “placer sexual” masculino está fuertemente ligado a la dominación, es lógico que sean los hombres los que recurren usualmente a la prostitución, ya que esta les ofrece el escenario ideal para reproducir la asimetría de poder. Entonces, explotación sexual y prostitución, aunque en diferente grado, responden a la construcción del sexo como un espacio de dominación. Esto explica también porque en todo el mundo la mayoría de mujeres que son iniciadas en la prostitución son niñas, adolescentes o jóvenes en situación de subordinación económica (Mackinnon 2005:278). El dinero es, entonces, una forma que les permite la sobrevivencia o mejorar las condiciones de vida a estas mujeres a cambio de su dominación sexual.
El feminismo radical considera que esta realidad no puede ser legitimada por un Estado que pretenda construirse sobre la base de la igualdad de género. En este orden de ideas, esta postura considera que es necesario combatir a la industria sexual en su totalidad a través de la criminalización de la “compra” de sexo (Mackinnon 2005:275). Este modelo ha sido acogido por Suecia (luego Islandia y Noruega) y, según los datos oficiales, muestra buenos resultados en la lucha contra la trata de personas y la explotación sexual.
Más allá de decidir cuál de los últimos modelos es el mejor, es preciso indicar que es urgente y necesario contar con una política y legislación coherente que permita facilitar la prevención y lucha contra la explotación sexual. Por este motivo, resulta alarmante que los planes de gobiernos no contengan planteamientos sobre la materia.
Escribe: Julio Rodríguez Vásquez, investigador del IDEHPUCP