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Opinión 15 de junio de 2018

La Iglesia universal, la sociedad peruana y la Universidad Católica celebran con alegría los noventa años  del sacerdote, teólogo y profesor Gustavo Gutiérrez, creador de la teología de la Liberación,  y uno de los intelectuales  más importantes de la historia del Perú. Esta corriente de pensamiento católico se inscribe entre las llamadas “teologías inductivas”, un sistema crítico reflexiones teológicas que se nutren de una experiencia social específica, en este caso, la experiencia de la pobreza y la exclusión en la región latinoamericana.

Tuve la oportunidad de conocer al Padre Gutiérrez cuando fui su alumno en la Universidad Católica. Recuerdo el impacto entre los estudiantes de su gran honestidad intelectual, de su vocación por el diálogo entre la teología y la filosofía contemporánea, en particular el existencialismo.

La teología de la Liberación hunde sus raíces en la tradición profética presente en el Primer Testamento y en el Evangelio.  Ella examina la historia universal en la clave de la situación de los sectores más débiles de la sociedad, no desde el desarrollo de las estructuras del mercado o de la vida pública, tampoco desde los conflictos bélicos.

Así la experiencia de la  exclusión constituye el eje hermenéutico de la existencia social. Quienes son víctimas de la discriminación y la violencia se convierten en los protagonistas de la historia. Los más vulnerables – los pobres, las mujeres, los desplazados – son observados con ternura por Dios, y sus exigencias de justicia se convierten en el centro del mensaje de los profetas de ayer y de hoy.

América Latina es todavía la zona más desigual del planeta. Nuestras naciones han padecido largos períodos de gobiernos dictatoriales en los que ha imperado la corrupción. Sin embargo, entre los pueblos de América Latina se cultiva una fe cristiana muy intensa, que alienta un profundo anhelo de justicia y acceso a derechos fundamentales.

La idea básica de la teología de la Liberación es que Dios no quiere la injusticia que padecen los más vulnerables de la sociedad; quiere vida en abundancia para todos, en particular para los más pequeños.

La construcción del Reino de Dios constituye un imperativo para los cristianos: un  Reino de justicia en el que todos los hijos de Dios sean tratados como seres libres e iguales. Participar de este Reino implica estar comprometido con el destino de los más pequeños. Sostener que el espíritu se encarna entraña que la ética del cristiano debe concretarse en la acción solidaria en la sociedad y en la reforma de nuestras estructuras sociales.

Gustavo Gutiérrez  nos recuerda,  a través de su vida y de su obra que el magisterio de Jesús de Nazaret tiene su centro de gravedad en el cultivo de la caridad y de la justicia, dar la vida por los más débiles. El cristianismo exige construir una comunidad de espíritus libres en la que la exclusión y la violencia no tengan lugar.

Gustavo nos enseña que honrar el espíritu del cristianismo supone comprometerse con la búsqueda del amor y la equidad allí donde imperan la desigualdad y la discriminación.