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Opinión 27 de agosto de 2018

Tales propuestas centradas en reparaciones para las víctimas, cultivo de la verdad y de la memoria, acción de la justicia penal y reformas institucionales han sido mayormente ignoradas por los sucesivos gobiernos y en cuanto a la sociedad ha sido sólo un núcleo tenaz y comprometido de organizaciones el que ha mantenido la conciencia de que debemos afrontar grandes y urgentes tareas.

Hasta el presente, en medio de la indiferencia mayoritaria e incluso la hostilidad de políticos y muchos sectores del Estado, las víctimas han quedado relegadas como ha sucedido siempre en nuestro país con las poblaciones más pobres o menos integradas a los centros urbanos. Un sector desprotegido de nuestros compatriotas no ha recibido justicia, pues son pocos los casos de crímenes y violaciones de derechos humanos que han sido asumidos y aclarados por nuestro sistema judicial, y aún existe un veto del Estado con el que se responde a las solicitudes de información oficial sobre presuntos responsables.

Tampoco la población afectada ha recibido reparaciones de manera justa y oportuna. Ello a pesar de que hubo algún esfuerzo del Estado para trabajar en este tema y creó para eso alguna institución. Sin embargo más allá del esfuerzo de algunos funcionarios, que debe ser reconocido, el saldo del proceso reparador sigue siendo grandemente insatisfactorio para las víctimas inocentes del drama padecido.

Lamentablemente, también la verdad y la memoria han sido tareas descuidadas. O, peor aún, obstaculizadas o tergiversadas por quienes toman las decisiones públicas en el Perú. Resulta paradojal e irónico y es causa de amargura que, tras quince años de desatender el tema, este año haya sido denominado oficialmente “año de la reconciliación”; reconciliación que no ha sido siquiera pensada como el ocuparse de las víctimas relegadas cumpliendo los valores de la Verdad y la Justicia sino más bien como gesto retórico para adornar el indulto a un perpetrador. Ello está en consonancia ciertamente con los grotescos ataques de algunos congresistas y de otras autoridades a las pocas instituciones que buscan llevar adelante un proceso de memoria y reconocimiento en torno a la tragedia padecida.

Hoy el país entero se escandaliza por las evidencias de corrupción del sistema de justicia y por los inocultables lazos entre esto y el poder político y económico. Y, en consecuencia, se habla de la necesidad urgente de reformas de muy diverso alcance. Pero, en realidad, ya en la transición del año 2001 fue evidente que nuestra democracia solo podría encontrar buen rumbo mediante profundas reformas institucionales.

Así lo señaló la CVR en sus recomendaciones, y junto con ella, así lo indicaron también otros organismos como el Consejo Nacional de Educación o la comisión para la reforma judicial conocida como CERIAJUS. Ninguna de esas recomendaciones fue atendida en su momento. Nos encontramos hoy con un país estupefacto, desalentado y desorientado por muy diversas razones. Pero la razón de fondo, pienso, obedece a nuestra resistencia a aprender las lecciones del pasado, a nuestra renuencia a la Verdad, a la Memoria y a la Justicia.