Ir al contenido principal Ir al menú principal Ir al pie de página
Opinión 2 de marzo de 2018

La historia de la humanidad ha consistido, desde sus inicios, en aventuras que se manifestaron en fenómenos migratorios. Todos los pueblos en algún momento han partido de un lugar a otro en busca de prosperidad, de justicia, de un hogar; en fin de una situación existencial de mayor calidad. Resulta muy difícil exponer las razones concretas por las que una persona, una familia e incluso una comunidad entera se trasladan de una tierra a otra.

Lo que sí queda claro es que por lo general este flujo múltiple de seres humanos de uno u otro punto del planeta suele ser enriquecedor para la nación que los recibe. No se debe olvidar que cada inmigrante encarna una nueva oportunidad pues no solo trae consigo sus esperanzas sino también ideas nuevas, capacidades peculiares y una cultura que nos ofrece la oportunidad de observar el mundo de manera más vasta y provechosa.

Los peruanos solemos ser generosos y hospitalarios con quienes llegan a nuestras tierras. Quizás ello ocurra porque nos vemos a nosotros mismos como emigrantes, porque casi todos tenemos un familiar o un amigo que dejó el país para prosperar en otro, porque hemos visto de cerca o padecido la carencia.

Nuestra historia reciente y pasada nos enseña a identificarnos con el peregrino. Ahora bien, durante los últimos años el Perú ha recibido a inmigrantes de un país quebrado por la ineptitud y la corrupción de sus gobernantes. Cientos de miles de venezolanos son ahora parte del paisaje común de varias ciudades peruanas y a ellos los vemos trazándose un camino, sobrellevando penurias con optimismo, esfuerzo y sacrificio.

Por ello mismo es necesario llamar la atención sobre los brotes de xenofobia que están ocurriendo en nuestro país, manifestaciones minoritarias y esporádicas, pero no por eso menos preocupantes pues reflejan un resentimiento  gratuito hacia quienes han migrado a nuestro Perú. Si bien este tipo de reacciones no son infrecuentes en las comunidades que reciben a inmigrantes constituyen al mismo tiempo una sombría muestra de carencia de compasión y de solidaridad. Es como si el que viniese de más allá de nuestras fronteras  fuera  un extraño que nos amenaza. A veces nos inquieta su aspecto, otras veces su manera de hablar o sus costumbres. Frente a ello deberíamos detenernos a observar más lo que  esencialmente  nos hace iguales.

Ocurre que insistimos tanto en ver lo que nos diferencia que nos resulta difícil reconocer la humanidad y la comunión que nos vincula. Esta desconfianza nos empobrece porque a la postre convierte en imposible el intercambio con los demás y del que siempre podemos extraer algo bueno. Tomemos pues conciencia que no son ni la lengua, ni los ropajes ni los rostros lo que nos separa sino, antes bien, nuestra propia ignorancia y nuestro miedo.

El temor y la fobia al extranjero son sentimientos injustificados y dañinos. Suelen ser el combustible de ideologías que fomentan el resentimiento y el odio. Evitemos caer en esta peligrosa trampa que es la xenofobia. En lugar de ello, veamos en cada inmigrante una fuente de riqueza, el origen de una nueva oportunidad y también  de un aprendizaje. La vida es un viaje permanente y todo encuentro con el otro significa una buena y provechosa aventura.