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Reseñas 22 de noviembre de 2022

Pero lo primero es capturar el problema de origen: la persistencia de la agresión sexual y del acoso sexual como unas de las formas de desigualdad que más golpean a las mujeres alrededor del mundo. Toda evaluación de las formas que van adquiriendo la denuncia y la demanda de justicia tiene que empezar por reconocer que estas responden a un problema histórico. Y, además, que el problema tiene, por lo menos, dos dimensiones. Una es, obviamente, la recurrencia del acoso y la agresión sexual, incluyendo la violación. La otra es la impunidad, incluso ahora que han crecido la conciencia pública del abuso, las políticas para prevenirlo y las normas para sancionarlo.

Martha Nussbaum se pregunta por las dos cuestiones, y señala su estrecha correspondencia. Su tesis explicativa es la del título. Si no existe rendición de cuentas efectiva a pesar de las normas y las instituciones, y si, en primer lugar, la conducta abusiva existe y se reproduce, la explicación reside en las ciudadelas de soberbia en las que crece y vive el agresor masculino.

¿Qué son las ciudadelas de soberbia? Son, se podría decir, la atalaya desde la cual cierta población masculina –siempre será discutible cuánto cabe generalizar en este dominio—observa a las mujeres y las convierte simbólicamente en objetos o cosas. Desde esta mirada cosificante, piensa Nussbaum, el varón no llega a creer en la plena realidad o en la existencia real de las mujeres. Estas aparecen como medios para su gratificación, seres privados de autonomía y voluntad propia –eso que en las ciencias sociales se denomina agencia— cuya insubordinación o cuya resistencia a los designios masculinos aparecen como una amenaza o como una injuria. Amenaza: la incursión de las mujeres en esferas de acción típicamente masculinas. Injuria: el rechazo a una pretensión sexual que al parecer priva al varón, sobre todo, de esa parte central de su orgullo que es la capacidad de conquista erótica. La consecuencia es la hostilización o la plena violencia.

En esta interpretación del fenómeno se aprecia, desde luego, la importancia que Martha Nussbaum ha otorgado en las últimas décadas a las emociones en la configuración de la ética pública y la privada. La ética no es puramente una construcción racionalista de estilo kantiano sino, en todo caso, el resultado de una interacción entre razones y emociones. La ética práctica está conformada por valores de estirpe racional, convicciones de origen tradicional y la lucha de cada persona por hacerse de un lugar material y simbólico en el mundo.

La lectura del privilegio masculino que propone Nussbaum es persuasiva. En ella podemos reconocer una plantilla para descifrar muchas situaciones típicas de discriminación, hostilidad y violencia contra las mujeres. Pero ¿es generalizable? Esta pregunta es necesaria, sobre todo, porque los casos típicos que analiza el libro se refieren a una clase particular de varones, un tipo precisamente alejado del promedio: hombres poderosos, ricos, influyentes y celebrados en el mundo del deporte, el espectáculo o las artes, y la judicatura. Es cierto que a lo largo de su argumentación Martha Nussbaum sugiere que estos son, en última instancia, casos exacerbados de un fenómeno masculino típico y que entre los hombres no privilegiados fermenta, en todo caso, una “envida de estatus”. Sin embargo, se echa de menos un tratamiento más detenido de esa cuestión o al menos una argumentación casuística: mostrar, por ejemplo, si y cómo en estratos sociales no privilegiados los varones desarrollan un comportamiento análogo y con parecidas expectativas de impunidad.

Esto no equivale a negar que la violencia sexual contra las mujeres sea recurrente en cualquier estrato social. Es una pregunta sobre la universalidad del mecanismo psicológico y sociológico postulado por Nussbaum. Es decir: ¿la violencia en esas otras capas sociales obedece también a la pulsión cosificante de la soberbia? ¿El componente de soberbia presente en la educación sentimental masculina sirve para explicar la conducta trasgresora del oficinista o profesor promedio del mismo modo en que explica la del multimillonario astro de la National Basketball Association?

En todo caso, la exposición del problema no se agota en el mecanismo interno que desata la agresión sino que se extiende hacia su necesario complemento: la fuerte expectativa de impunidad que rodea al agresor. La casuística del libro, como se ha dicho, habla de depredadores sexuales en el dominio del espectáculo (Harvey Weinstein, Bill Cosby, Plácido Domingo), del deporte universitario y de la alta magistratura. “Típicamente, -dice Martha Nussbaum— son ámbitos donde un puñado de gente con talento excepcional produce mucho dinero para otros o tiene mucho poder sobre otros”. Y además se trata de sujetos irremplazables. A diferencia del alto ejecutivo (CEO) o del político, el atleta superdotado o el artista singular no son creados en escuelas ni clubes de élite. Son tréboles de cuatro hojas.  Y es aquí donde, se podría decir, aparecen la llave y el candado de esas ciudadelas de soberbia: la codicia de todo ese ejército de empresarios y autoridades que se benefician de esos talentos y que no pueden permitir su caída. (Nussbaum señala, de manera interesante, que las megaestrellas del espectáculo que han caído en desgracia por su conducta predatoria cayeron ya en el ocaso de sus carreras: Bill Cosby sería el caso paradigmático). Así se produce la interacción y el reforzamiento de dos tendencias: las convicciones internas nacidas de una socialización para la soberbia y la expectativa externa de impunidad de los reyes Midas de nuestros días. El resultado, ciudadelas inexpugnables, recintos amurallados contra la rendición de cuentas a pesar de las convenciones y las normas que contemporáneamente condenan la agresión sexual.

Hoy damos por sentado que la depredación sexual, y la extorsión y la marginación de contenido sexual, son conductas condenables y punibles. Pero esa conciencia y las normas correspondientes son una conquista relativamente reciente, y su activación más enérgica es más reciente aún: el movimiento #MeToo data del año 2017. Para Nussbaum todo ello forma parte de “el mejor de los tiempos”, pero también de “el peor”. Así como la soberbia predatoria masculina es tratada como un “vicio de dominación”, ciertas formas de respuesta o retaliación son discutidas por Nussbaum como ”vicios de victimidad”.

Este es un tema espinoso, el de la calidad moral de la víctima. Y su discusión puede ser fácilmente distorsionada. Su abordaje es una actitud valiente de Martha Nussbaum, una actitud motivada por la búsqueda de respuestas efectivas y sostenibles al abuso contra las mujeres. Se pregunta la autora hasta qué punto la injusticia o el abuso sufridos terminan por afectar también a la “personalidad moral” de la víctima, en qué medida el crimen también socava su virtud, de qué manera la experiencia de la opresión causa un daño moral en el oprimido. ¿Qué motiva estas preguntas? Naturalmente, ciertas tendencias de la lucha contra el abuso que se reconcentran en la retribución del daño al abusador (por ejemplo, mediante el desprestigio social) y que, en esa procura, desestiman las reglas del debido proceso y toda forma de “reconciliación”. Nussbaum reconoce que la rabia contra el abuso (más aún cuando este ha estado secularmente arropado por la indiferencia y la impunidad), la lealtad y la solidaridad acríticas, son virtudes para la lucha. Pero son virtudes “cargadas”, de alguna manera contaminadas precisamente por el fenómeno del abuso y no necesariamente útiles para la vida cotidiana. 

No está de más hacer notar las consonancias entre este razonamiento y el que ya es convencional en los estudios sobre memoria a partir de la distinción, debida a Tzvetan Todorov, entre memoria literal y memoria ejemplar. Así como la memoria literal se confina en el hecho traumático y quizás en la represalia, la virtud de la ira contra el abuso sexual se recrea en una cierta “fantasía” retributiva del daño. La memoria ejemplar, por su parte, quiere construir una salida, una vida distinta a partir de las lecciones del pasado, nunca del olvido. Martha Nussbaum distingue, por su parte, entre la rabia contra el abuso y la “rabia de transición” (transition anger) orientada al futuro, y llama al feminismo a hacer esa distinción.

¿Es realista esperar una actitud mesurada, quién sabe si flemática, frente al abuso, confiando en que el consenso moral, jurídico y político de nuestro tiempo tramite de manera justa y oportuna las denuncias? Para Martha Nussbaum ese es el horizonte al que hay que encaminarse. Se podría decir que la batalla por la justicia en el plano de la conciencia pública ha obtenido grandes victorias (hay que tener presente que el libro habla de la realidad estadounidense), pero que la lucha en la esfera de la justicia penal todavía tiene un largo camino por delante. Una porción sustancial de Ciudadelas de la soberbia está dedicada a examinar los avances de la legislación norteamericana contra el abuso sexual desde el momento fundante, ya remoto conceptual y cronológicamente, en que se aceptó la tesis presentada por Catharine McKinnon en 1979 en Sexual Harassment of Working Women: que el acoso sexual forma parte de la discriminación laboral, contra la cual existía sanción federal bajo el título VII de la ley de derechos civiles de 1964. Desde entonces la lucha contra el abuso sexual contra mujeres ha sido, también, un prolongado camino de construcción jurídica, un camino marcado, sobre todo, por el reconocimiento de la especificidad del abuso contra mujeres.

Martha Nussbaum, quien en el prefacio menciona su propia experiencia de abuso y de agresión sexual (esto último por un actor protagónico de la olvidada serie de televisión The Waltons), examina los vacíos legales y de política todavía existentes y las maneras en que, mediante el derecho, se debería abatir en el futuro previsible los residuos de estas ciudadelas de soberbia, e insiste en el camino de la reconciliación. Pero esta no es otra cosa que rendición efectiva de cuentas y lo que Nussbaum llama “amor afirmativo”, es decir, una perspectiva de restauración de las víctimas. La justicia penal y administrativa es su condición indispensable, pero no suficiente, porque, después de todo, el derecho, para ser eficaz, ha de ser abstracto y generalizante. Hay también un trabajo cultural, una tarea de restauración emocional, por delante.

(*) Asesor de Idehpucp.