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17 de mayo de 2022

Por: Heber Joel Campos Bernal[1]

La semana pasada, el Congreso de la República eligió a los nuevos magistrados del Tribunal Constitucional (TC). Esta elección ha suscitado muchas críticas. Según señalaron diversos expertos, el proceso no fue transparente, pues se omitió hacer pública información de la Contraloría que era relevante para conocer la trayectoria de los candidatos.[2].  Por otro lado, y sin olvidar esos cuestionamientos, considero que es oportuno prestar atención a dos aspectos que, a veces, cuando se piensa en el TC, pasan desapercibidos: i) sus funciones y competencias constitucionales, y ii) su sistema de elección.

Sobre lo primero, no está de más insistir en que el TC es un órgano constitucional autónomo que tiene como función principal optimizar el principio de primacía de la Constitución. Nuestro modelo de control constitucional es dual; es decir, en él conviven tanto el control concentrado, a cargo de una entidad centralizada como el TC, como el control difuso que corre a cargo, en virtud del artículo 138 de la Constitución, de todos los jueces de la República[3].  En ese sentido, el TC se encarga de evaluar si una norma de rango legal –una ley, un tratado ordinario, un decreto legislativo o de urgencia, etc.- es compatible o no con la Constitución. Si concluye que sí, entonces esa norma mantiene su vigencia; si concluye lo contrario, entonces esa norma es expulsada del sistema jurídico. Asimismo, el TC resuelve en tercera y última instancia, vía el denominado recurso de agravio constitucional, los procesos constitucionales de la libertad: el proceso de habeas corpus, de amparo, de habeas data, y la acción de cumplimiento.

«Mi propuesta sería que, en la línea de avanzar una futura reforma constitucional sobre este tema, se plantee que el Congreso mantenga la competencia de elegir a los magistrados del TC, pero no de nominarlos.»

Aparentemente, las tareas que cumple el TC resultan pacíficas. Su función principal, como acabamos de ver, consiste en determinar si una norma legal mantiene o no sus efectos, y garantizar, en la mayor medida posible, los derechos fundamentales de las personas. Sin embargo, cuando miramos más de cerca cómo ejerce dichas funciones, nos encontramos con que el TC posee un gran poder. Este consiste, por ejemplo, en decirle a los órganos políticos que sus decisiones, más allá de que gocen de una alta legitimidad, deben respetar los límites previstos por la Constitución. El punto es que estos no siempre son claros. No es lo mismo interpretar una norma de tránsito, una disposición del código civil, o una regla del procedimiento administrativo general, que interpretar la Constitución. Esta, a diferencia de aquellas, incorpora en su articulado conceptos morales –que remiten a derechos- como la igualdad, la libertad de expresión, el honor, la intimidad, la libertad de creencias, entre otros. Por ello, en la teoría constitucional se habla actualmente de la brecha interpretativa y se proponen estrategias que eviten la extralimitación de los jueces constitucionales y que contribuyan a un dialogo entre los diferentes órganos y poderes estatales sobre el significado de la Constitución[4].

Por otro lado, se halla el problema de la designación de los magistrados del TC. A diferencia de lo que sucede en otros países, como Colombia, Chile o Ecuador, en el nuestro, el Congreso propone y designa a los futuros jueces constitucionales. Esto significa que la elección, si bien en el papel es meritocrática, en los hechos es política; y que si el Congreso no logra ponerse de acuerdo sobre quiénes deben asumir esta alta responsabilidad, el TC no puede renovar su conformación.  Así pues, lo que tenemos es un riesgo de politización de la elección de los magistrados del TC y de potencial bloqueo, en caso las bancadas no logren un acuerdo.

Este riesgo se reduciría si volviéramos a un sistema de elección como el que teníamos durante la vigencia de la Constitución de 1979, en el que si bien el Senado elegía a los magistrados del Tribunal de Garantías Constitucionales, otros poderes del Estado podían nominar candidatos. Mi propuesta sería que, en la línea de avanzar una futura reforma constitucional sobre este tema, se plantee que el Congreso mantenga la competencia de elegir a los magistrados del TC, pero no de nominarlos. Esta última estaría a cargo de otros poderes del Estado u órganos constitucionales autónomos; los cuales podrían ser, por ejemplo, la Defensoría del Pueblo, la Corte Suprema, o el Poder Ejecutivo. Este modelo tendría una doble ventaja: permitiría que haya un mayor escrutinio sobre los futuros magistrados del TC, y obligaría a los órganos proponentes a presentar nuevas ternas, si sus candidatos no obtienen el respaldo del Congreso.

En suma, el TC cumple un rol clave para la consolidación de nuestra democracia. Su función principal es ponerle límites al poder político y garantizar nuestros derechos. Sin embargo, no debemos perder de vista que esta tarea se ejerce en un escenario de incertidumbre, en el que su interpretación de la Constitución depende de su comprensión de los principios y valores del Estado de Derecho. De ahí la urgencia de repensar cómo se designa a sus integrantes para evitar la politización de dicho proceso y garantizar el mayor escrutinio posible sobre sus méritos y trayectoria.


[1] Abogado y Magister en Ciencia Política y Gobierno por la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). Master en Estado Global de Derecho y Democracia Constitucional por la Universidad de Génova (Italia). Profesor ordinario de pre y postgrado de la PUCP.
[2] https://laley.pe/art/13414/eleccion-de-magistrados-del-tc-cidh-recibe-denuncias-por-supuesta-falta-transparencia
[3] García Belaunde, D. (1998). La jurisdicción constitucional y el modelo dual o paralelo. Advocatus, (001), 65-71. Disponible en: https://revistas.ulima.edu.pe/index.php/Advocatus/article/view/2214
[4] GARGARELLA, Roberto. El nuevo constitucionalismo dialógico, frente al sistema de los frenos y contrapesos. Disponible en: http://www.derecho.uba.ar/academica/posgrados/2014-roberto-gargarella.pdf
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