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21 de febrero de 2023

Fuente: Tecnológico de Monterrey.

Por Javier Alcalde Cardoza (*)

Antecedentes 

Después de la Segunda Guerra Mundial, los Estados europeos hallaron en la integración regional una fórmula para que el incremento de su interdependencia económica evitara una guerra entre ellos. Al mismo tiempo, junto con EE. UU., establecieron la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte), una alianza que les permitiera contrapesar la amenaza de agresión que percibían en la URSS y el bloque comunista. 

Cuarenta años más tarde, la Unión Soviética, a consecuencia de las reformas de Gorbachov, quedó derrotada en su competencia mundial con EE.UU. Abandonó el comunismo y su postura confrontacional de la Guerra Fría, y finalmente se desintegró en 1991.  

Sin embargo, en pocos años Rusia, el Estado sucesor, volvió a reclamar su sitial de gran potencia y a acusar a Occidente de contravenir las seguridades dadas a Gorbachov de que la OTAN no se proyectaría al Este absorbiendo a los exsatélites soviéticos. En realidad, pese a la desaparición de la URSS, que era la razón de ser de la OTAN, esta no solo se mantuvo, sino que se expandió incorporando a diez de las antiguas repúblicas soviéticas hasta 2004. La figura del enemigo había dejado de ser el comunismo y pasado a Rusia.

Adicionalmente, Estados Unidos abogó por la incorporación a la OTAN de Georgia y Ucrania, intentando asegurar así dos piezas clave que impedirían la  recuperación de Rusia de las ventajas geopolíticas del espacio soviético. En 2008 una fulminante acción militar rusa contra Georgia frustró la incorporación de esta y señaló el retorno de Rusia a la política de poder propia de una Gran Potencia.

En Ucrania, la pugna por su alineamiento con la UE y la OTAN o con Rusia se convirtió en una crisis en 2013-2014, cuando violentas protestas, abiertamente respaldadas por autoridades de EE. UU. y la UE, sacaron al presidente prorruso Yanukovich y grupos pro-occidentales tomaron el gobierno.

Las medidas coercitivas continuaron, esta vez a cargo de Rusia, que cuenta desde 1783 con una base naval en la península de Crimea (Sebastopol) la cual constituye el único puerto libre de congelamiento de su armada. Moscú incrementó su presencia militar en Crimea y favoreció un referéndum cuyo resultado fue seguido por la anexión de la península a Rusia.

El impulso separatista se extendió a dos provincias del este de Ucrania, Donetsk y Lugansk, pobladas por rusos étnicos, que proclamaron su independencia contando con apoyo de Rusia.

Se desató una guerra civil, la cual se pudo detener por los Acuerdos de Minsk (2014 y 2015) que establecieron un Alto al Fuego.

Moscú fue objeto de fuertes sanciones de Occidente y las relaciones entre ambos quedaron seriamente resquebrajadas.

Estallido de la guerra 

En los meses anteriores a la invasión de Ucrania, Rusia exigía el cese de los ataques de las fuerzas ucranianas a las repúblicas de Donetsk y Lugansk, que ocurrían en violación de los Acuerdos de Minsk.

Pero, por encima de estas demandas, Moscú pedía a Washington y a la OTAN un firme compromiso de (1) no incorporar a Ucrania a la alianza y (2) no emplear el territorio ucraniano para instalar armamento de la OTAN.

Si recordamos un poco, estas demandas no eran muy diferentes a las que Washington planteó a Moscú en 1962, sobre el retiro de misiles emplazados en Cuba, apuntando a territorio norteamericano. En esa ocasión, Washington se sintió motivado a llegar al borde de una guerra nuclear para satisfacer sus demandas.

Volviendo al caso de Ucrania, el movimiento de tropas rusas a la frontera llevó a Washington y a la OTAN a formular advertencias sobre las “serias consecuencias” de una invasión, sin atribuirle seriedad, en cambio, a las exigencias de Moscú. 

La materialización de la invasión rusa de Ucrania, en febrero 2022, ha sido la segunda vez desde la creación de la OTAN (1949) que ha estallado una guerra entre Estados europeos. La OTAN está involucrada, aunque sin una participación formal [1].

En este punto, podríamos hacernos dos preguntas:

¿Era la guerra de Ucrania evitable? ¿Podrían haber negociado EE.UU. y la OTAN con Rusia, tal vez secretamente, las demandas que esta les planteaba? 

Otra pregunta central sería:

¿Cuáles eran las consecuencias que preveía Occidente de la desatención a las demandas de Moscú? Creemos que hay varias posibles respuestas.

La primera es que se habrían desestimado las exigencias rusas, considerando que los movimientos en la frontera eran un bluff y que Rusia carecía de la intención de arriesgarse emprendiendo una invasión. 

La segunda: en caso de que se produjera un ataque ruso, la posición aliada era – y es- la de ofrecer ayuda, incluso en armamentos, a Ucrania, pero asignándole que cargue básicamente sola con la conducción y los padecimientos de la guerra. 

En este caso, uno tendría que preguntarse cuál es la consideración moral de los aliados por la suerte de Ucrania al alentarla y ayudarla en la confrontación, pero abandonarla sola en el vórtice de un duelo dramáticamente desigual. 

No se trata, en última instancia, de una intención de salvar al país de un cambio radical, pues el interés de Rusia no es la conquista sino mantener a la OTAN lejos de Ucrania pensando en su propia seguridad. Tampoco es el caso que un gobierno prorruso en Ucrania pudiera ser muy distinto de los gobiernos que el país ya conoce. 

Finalmente, en esta misma línea de razonamiento, creemos que puede haberse pensado cínicamente que la invasión de Ucrania, sacrificando a este país, pero alargando su resistencia a través de ayuda con armamento, crearía un escenario tipo Vietnam o Afganistán que debilitaría críticamente a Rusia [2].     

Reflexiones

La guerra de Ucrania ha traído consigo un uso masivo de propaganda, inédito hasta ahora, incluso en tiempos de guerra. En el Perú somos receptores de la propaganda de EE.UU. y la OTAN, la cual pone el acento en puntos como las atrocidades cometidas por Rusia, la ineptitud o disfuncionalidad del liderazgo y del ejército ruso, y el descontento del pueblo y las elites rusas con la guerra.

Anotemos, en este punto, que para nosotros la guerra es un último reducto de la barbarie y la de Ucrania un episodio de la política de poder de las grandes potencias.  

La apreciación más difundida de la propaganda que recibimos es la de un fracaso de la invasión rusa en estos primeros doce meses. Se ha visto, efectivamente, después de la llegada de los rusos a las puertas de Kiev, el freno de un fuerte avance inicial seguido por un repliegue y por una recuperación de territorio por parte de las fuerzas ucranianas. Se ha hablado incluso de una posible derrota rusa y de una invasión de Rusia por Ucrania. 

La verdad, sin embargo, es que si Rusia hubiera decidido aplicar una proporción mayor del poderío militar de que dispone, caben pocas dudas de que la guerra hubiera terminado hace varios meses 

Un ángulo fundamental que omite la apreciación sobre las fuerzas rusas que estamos comentando es que el avance de un Estado en una guerra viene condicionado por los factores que va encontrando en el terreno y sobre todo por criterios políticos.

La toma de Kiev, por ejemplo, podría haber sido desaconsejada al alto mando ruso por la voluntad de resistencia hallada en las fuerzas ucranianas y por la enorme destrucción y bajas que ella hubiera acarreado, generando una temprana imagen, insanablemente negativa, de la invasión a nivel internacional. 

Pensemos también en los plazos de otras guerras de grandes potencias en territorios de potencias menores y operando con constreñimientos en su acción. La guerra de EE.UU. con Vietnam duró catorce años (1961-1975) y acabó con la derrota norteamericana. Parecidos fueron los casos de Rusia en Afganistán (1979-1989) y aun el de Francia en Argelia (1954-1962).  

No se trata en Ucrania, por más que Moscú quiso darle equivocadamente este cariz, de una operación militar y políticamente sencilla, como lo fueron las invasiones de la isla de Granada (1984) o la de Panamá (1989) protagonizadas por Estados Unidos.

Sin embargo, el caso de Rusia en Ucrania es también singular por otras razones. Moscú no desea ocupar Ucrania; busca un cambio de régimen o forzar un compromiso del Estado. Pero se trata de un régimen fuertemente apoyado material y políticamente por Occidente. 

Por otro lado, Moscú está muy consciente, en el manejo conservador de sus activos militares, del riesgo de que un país vecino, por ejemplo, Polonia, intervenga y le plantee en cualquier momento un conflicto más exigente o ya de carácter directo con la OTAN.

Finalmente, queremos hacer una reflexión sobre una particularidad de los países europeos dentro de la OTAN y la Unión Europea que ha disminuido la idoneidad de estos esquemas para una efectiva prevención de la guerra.

A los países europeos les resulta conveniente destinar a la defensa una proporción mucho más baja de su PBI que Rusia y EE.UU. Esto impide que les baste para su defensa colectiva una asociación puramente europea y que tengan que depender de una alianza con EE.UU. en la cual este ejerce una exagerada influencia. Como en el caso de ampliar la OTAN al Este, que más bien incrementó la posibilidad de un conflicto.

En cuanto a la Unión Europea, ella no ha conseguido que sus miembros acuerden una coordinación de políticas energéticas que permita debilitar la dependencia del bloque de los hidrocarburos y concretamente de los suministros rusos. Este hecho traba, como estamos viendo,  la capacidad comunitaria de influir por medios no militares sobre el comportamiento de Moscú.

(*) Profesor de Relaciones Internacionales de la PUCP.


[1] La primera fue en los años 1990, con las guerras de la disolución de Yugoslavia.

[2] Como señaló el senador norteamericano Chris Murphy