Desde hace dieciocho años, cada 28 de agosto diversas colectividades recuerdan como una fecha significativa la presentación del informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación. Se cuentan entre esas colectividades las organizaciones de defensa de derechos humanos, diversos sectores del mundo académico y artístico y, principalmente, las agrupaciones de víctimas.
Ya sea que se trate de recordar casos emblemáticos de violaciones de derechos humanos o de reclamar reparaciones y la búsqueda de desaparecidos o de requerir una memoria de la violencia que sea al mismo tiempo crítica, inclusiva y veraz, esos grupos encuentran en aquel informe un punto de apoyo para sus demandas y propuestas.
Por otro lado, no menos constantes –pero sí menos informados– han sido durante estos años los detractores de ese documento. Las críticas recorren un arco bastante amplio que va desde el puro y simple negacionismo hasta el rechazo, por lo general basado en falta de comprensión, de términos empleados por la CVR para nombrar y explicar la violencia, como, por ejemplo, los conceptos de conflicto armado interno y de víctima. Los cuestionamientos más comunes son, por cierto, aquellos que atribuyen a dicho documento afirmaciones que este no hace o que le reprochan haber silenciado verdades que, en realidad, están expuestas con detalle en sus diversos capítulos.
Lo cierto es que, más allá de cuestiones específicas, el relato de la violencia armada presentado por la CVR expone un conjunto de verdades rotundas y de profundas implicancias cuya relevancia salta a la vista en la situación actual del país. Ahora que la derivación de la discusión política hacia los polos de izquierda y derecha amenaza enturbiar algunas verdades básicas, sería oportuno recordar lo que sabemos sobre aquel proceso de violencia armada, la diversidad y la gravedad de los crímenes que se cometieron incluyendo los actos de terrorismo, las responsabilidades en que incurrieron diversos actores y las consecuencias que todo ello dejó.
«Las víctimas tienen derecho a que la historia que sufrieron no sea distorsionada, a que los horrores a los que fueron sometidas por los actores armados no sean disimulados ni justificados en nombre de la razón de Estado ni de una supuesta justicia social.»
Durante todos estos años, los sectores conservadores han sido porfiados en negar la responsabilidad de agentes del Estado en la perpetración de graves crímenes y violaciones de derechos humanos. Los sectores afines a Sendero Luminoso han practicado un negacionismo no menos criticable. Hoy, al calor de la disputa política, se empieza a notar cierta permisividad hacia el negacionismo de Sendero Luminoso que debe ser señalada de inmediato, y con más razón si es que eso tomara la forma de ambigüedad o banalización desde el gobierno. No se debe confundir el necesario rechazo del terruqueo –como se ha dado en llamar a la táctica del sector conservador de estigmatizar como senderista todo lo que se le opone—con un pacto de silencio sobre las simpatías hacia Sendero Luminoso, cuando eso existe.
Ni la negación de los crímenes del Estado ni el disimulo sobre los crímenes de Sendero Luminoso son aceptables en el discurso democrático. Esa frontera, esa distinción tajante entre la paz y la violencia, entre la víctima y el victimario, entre el estado de Derecho y el crimen, no pueden ser perdidas de vista.
Eso lo saben bien las decenas de miles de peruanos y peruanas que fueron víctimas de violaciones de derechos humanos durante el conflicto armado y que vienen empleando el informe de la CVR desde el año 2003 para reclamar sus derechos y para conquistar un lugar para su memoria. El reconocimiento de su condición de víctimas es fundamental, pues constituye la afirmación oficial de una situación jurídica: son personas cuyos derechos fueron violados por Sendero Luminoso, el MRTA, agentes del Estado u órganos paramilitares como los comités de autodefensa.
El correlato de la condición de víctima es la obligación legal del Estado de responder por los derechos que fueron violados. Esa obligación no es solamente material, sino también moral. Las víctimas tienen derecho a que la historia que sufrieron no sea distorsionada, a que los horrores a los que fueron sometidas por los actores armados no sean disimulados ni justificados en nombre de la razón de Estado ni de una supuesta justicia social. También para eso es útil la vigencia del informe de la CVR: para que ciertas verdades macizas no sean difuminadas por los vaivenes y las mudables conveniencias de la política.
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