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Editorial 26 de marzo de 2024

Desde el momento de su creación, el monumento consagrado a recordar a las víctimas de la violencia armada denominado El Ojo que Llora ha estado sometido a una incansable campaña de desprestigio e incluso de ataques vandálicos. Ahora el Congreso de la República y la Municipalidad de Lima le ponen un rostro institucional a ese espíritu de vandalismo mediante sendas propuestas orientadas a desaparecer aquel espacio de conmemoración. En el Congreso se plantea un proyecto para eliminar su estatus de patrimonio cultural de la Nación otorgado por el Ministerio de Cultura en el año 2022. La Municipalidad de Lima, por su parte, pide al Ministerio de Cultura la demolición del monumento, lo cual implica que previamente se lo despoje del reconocimiento como patrimonio cultural. Esa estrategia de pinzas retrata de una manera descarnada el consenso destructivo y enemigo de principios democráticos y de respeto a los derechos humanos que impera en un amplio sector de funcionarios y autoridades en estos años. La radicalización de ese consenso avanza paralelamente a la erosión general de las instituciones democráticas del país.

El Ojo que Llora es una escultura creada por la artista plástica Lika Mutal, fallecida en el año 2016, para conmemorar a las decenas de miles de víctimas que hubo durante el conflicto armado interno de los años 1980 y 2000. Esa escultura y el espacio que la alberga han sido, desde hace veinte años, un lugar emblemático de homenaje póstumo a las vidas segadas por las organizaciones terroristas y por la fuerza pública. Así han sido adoptados por las colectividades de familiares de víctimas y por la colectividad de derechos humanos, pero no solo por ellos, sino también por todos los sectores de la sociedad peruana que se sienten comprometidos con la construcción de una democracia inclusiva y realmente respetuosa de los derechos de todos. 

Se debe entender que El Ojo que Llora es una respuesta a los derechos de las víctimas a la verdad y a la memoria y, en ese sentido, un espacio de dignificación, y es al mismo tiempo un espacio que sirve a la generación de conciencia pública sobre los crímenes y violaciones de derechos humanos cometidos por todos los actores del conflicto armado durante aquellos años. Esa necesaria conciencia pública, por lo demás, no se agota en el conocimiento de los crímenes en sí mismos, sino que debe extenderse hacia una reflexión sobre los factores de diversa índole que hicieron posible el estallido y la expansión de la violencia y que determinaron las cotas de atrocidad que esta alcanzó. En todos estos años El Ojo que Llora ha sido un espacio de memoria en ese amplio sentido. Y los terribles hechos de los dos últimos años –esa violencia sin control desatada por el Estado contra la población que se manifestaba públicamente– son una evidencia irrefutable de que esa memoria y esa reflexión son indispensables.

El afán de demoler El Ojo que Llora tiene unos matices especialmente oscuros. Delata a la vez un espíritu extremista y una voluntad autoritaria: eliminar, suprimir, aniquilar, demoler un espacio de encuentro, donde las víctimas encuentran algún grado de resarcimiento simbólico a sus pérdidas, son acciones que denotan no solamente ignorancia de principios humanitarios sino también un ánimo de vindicta completamente ajeno a la democracia que el Perú necesita recuperar. 

Frente a ello hay que exigir al Ministerio de Cultura que, lejos de considerar la propuesta y hacer “estudios”, como si esta tuviera algo de razonable, como si fuera otra cosa que un capricho autoritario, de a todo el país una respuesta clara y pronta. Y esa respuesta solo puede ser no: la demolición de espacios de interés humanitario, el silenciamiento de la ciudadanía y la ofensa a decenas de miles de víctimas no pueden tener lugar en una democracia, ni siquiera en una tan recortada y asediada por sus propias autoridades como la del Perú de estos días.