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Editorial 29 de octubre de 2024

Las jornadas de protesta se mantienen y muy probablemente continuarán por un tiempo más. Además, los focos de movilización se multiplican por el territorio nacional. El gobierno ve con preocupación los anuncios de paros y marchas en las fechas de la reunión del foro de APEC que tendrá lugar en Lima. Pero en vez de esforzarse por dar respuestas serias y sinceras a la población, se atrinchera en el repertorio de evasivas, falacias y gestos autoritarios que son, hoy por hoy, la marca de fábrica del Poder Ejecutivo y del Congreso, que, evidentemente, marchan al mismo paso en su enfrentamiento con la sociedad peruana.

Esa incapacidad, que es también una ausencia de voluntad, para ofrecer respuestas a la población es grave por diversas razones. En primer lugar, expresa que los derechos de la ciudadanía, empezando por el derecho a la seguridad, seguirán siendo privados de la garantía que el Estado les debe ofrecer. En segundo lugar, conduce a que, a falta de respuestas, el gobierno se acantone en gestos autoritarios. En tercer lugar, esta situación en la que, por hablar solamente de la capital, una ciudad de diez millones de habitantes se ve paralizada por la acción de bandas delictivas, refleja de la manera más descarnada la profunda crisis de gobernabilidad a la que nos han llevado esos dos poderes del Estado.

Las evasivas están a la orden del día. La presidenta Boluarte y varios de sus ministros han dicho que uno o dos paros no van solucionar el problema de la delincuencia. Es evidente que la paralización de labores no tiene como fin resolver el problema. Es absurdo hacer esa conexión. Es una manera burda de restar relevancia a la movilización ciudadana.  Las protestas son, justamente, para que el gobierno tome en serio el problema y ofrezca una ruta de acción. 

Los mismos voceros del gobierno exigen que las protestas no sean políticas. Pretenden decidir sobre qué sería un motivo válido de manifestación social y qué temas harían ilegítima a una protesta. Por un lado, esa pretensión tiene un matiz autoritario; por otro lado, la delimitación entre los motivos de protesta que plantea –social versus política–expresa, una vez más, una intención de desconocer la complejidad y la profundidad del problema. La población protesta contra un problema que se ha vuelto angustioso y que cobra vidas, que afecta duramente a su economía y que, de hecho, perturba gravemente su vida cotidiana. Y, al hacerlo, protesta contra los poderes que tienen la obligación de actuar y, lejos de hacerlo responsablemente, agravan la situación. El emblema de eso es la ley sobre el tipo penal de organización criminal, que, en realidad, como se ha mostrado repetidas veces, es un dispositivo dirigido a proteger a diversas formas de actividad criminal. Esa ley, que el Congreso se niega a derogar, ha pasado a ocupar un puesto central en la agenda de demandas de la población organizada. La protesta por la proliferación de prácticas extorsivas violentas es indisociable de la protesta contra quienes obstaculizan la lucha contra ese y otros delitos.

Lejos de reconocer el problema, como ya se ha dicho, el gobierno y el Congreso parecen verlo como una oportunidad: una ocasión para hacer avanzar su proyecto autoritario. La propuesta de introducir la figura penal de “terrorismo urbano” es el símbolo de ello. Más allá de que sea una iniciativa del todo inútil para enfrentar a la crítica situación –pues es sabido que el problema no es la carencia de leyes contra el delito, sino su aplicación–, esa propuesta tiene en su núcleo un claro peligro: que una vez existente la figura penal, ella sea utilizada precisamente en contra de la ciudadanía movilizada. Hoy se dirá que la descripción del tipo no es aplicable en sí misma a las protestas. Pero en estos meses se ha visto que la laxitud jurídica y la voluntad represiva son ingredientes ostensibles en la manera como gobierno y Congreso conciben el ejercicio del poder político.

La incertidumbre es hoy, así, el rasgo que define al clima político y social del país: violencia delictiva desbocada y una coalición de gobierno que, cuanto más claro se le habla, más se empeña en simular que no entiende el mensaje y sigue adelante en su campaña de erosión de la democracia.