Por: Miguel Rodríguez Mondoñedo (*)
“Infante” es una vieja palabra que se remonta al latín infantis, donde quería decir “el que no habla”. Los bebés, por supuesto, no vienen al mundo sabiendo ya castellano o quechua, sino que deben adquirir la lengua de su comunidad a través de un intercambio lingüístico sostenido durante los años iniciales de su vida. Es así para casi todos. Casi ninguna familia, casi ningún padre o casi ninguna madre, tiene, entre las muchas atribuciones que el ordenamiento legal le confiere sobre sus hijos, el derecho de privarlos del estímulo lingüístico que necesita para desarrollar su primera lengua. Casi nadie puede ser legalmente obligado a permanecer infante por muchos o todos los años de su vida.
Notará el lector que he usado “casi”. El uso de esta partícula limitante es apropiado, lamentablemente, porque existe un grupo de seres humanos a quienes la ley no les reconoce el derecho a dejar de ser infantes, y permite que sus respectivas familias les impidan el acceso a la lengua que les es propia. Se trata de los niños y niñas sordos nacidos en familias oyentes.
Un niño sordo no puede oír, pero esa es toda su dificultad. Aparte de eso, su inteligencia, su curiosidad y todo el rango de su cognición está en perfecto estado, y es enteramente comparable a cualquier otro niño oyente de su edad. Como no puede oír, no tiene acceso al canal más habitual de adquisición de un idioma, esto es, al habla de las personas que lo cuidan, de su familia, de su entorno. Para darle estímulo lingüístico, es necesario incorporarlo a un idioma que él o ella pueda asimilar sin ninguna dificultad. Y ese idioma existe: es la lengua de señas de su respectiva comunidad.
Las lenguas de señas son idiomas plenos, con una gramática tan compleja como la de cualquier otra lengua oral, han sido creados por las diferentes comunidades de personas sordas en distintas partes del mundo, y son diferentes en cada uno de esos lugares, igual que son distintas las lenguas orales. Hay cientos de lenguas de señas bien identificadas en el mundo, incluida la lengua de señas peruana (LSP) en nuestro país, reconocida en el 2010 como lengua oficial por Ley 29535.
Sin embargo, si un niño nace sordo en una familia oyente, los médicos, los psicólogos, los educadores, casi siempre recomiendan que igual se le trate de enseñar a hablar, a pesar de que el niño no escucha. Por ejemplo, se tiene la ingenua creencia de que leer los labios puede ser sustituto de una lengua, y se obliga al niño a acercarse a una tarea que no solo es difícil, sino que tampoco permite una comunicación plena, pues, de acuerdo con múltiples investigaciones, la eficacia de la lectura de labios está en el rango del 30 % a 60 % de éxito. Es decir, al leer los labios se pierde entre uno y dos tercios de la información.
Otra alternativa que se les da a los padres es el implante coclear. Este es un pequeño aparato que reemplaza a la cóclea y sirve como transductor entre la energía acústica y los impulsos eléctricos necesarios para que el cerebro interprete los sonidos. Aunque este es un notable avance tecnológico, y sin duda puede incrementar en mucho el bienestar de la persona sorda, contra lo que suelen creer los médicos, no soluciona mágicamente el problema central del niño sordo, esto es, la falta de acceso a una lengua.
Que un niño sea implantado no le instala una lengua. El niño que no tenía una lengua antes del implante sigue sin lengua al día siguiente. El implante necesariamente debe estar seguido de algunos años de entrenamiento y guía especializada. Esto ya nos anuncia la primera dificultad. Es un proceso largo y costoso. No solo el precio del aparato mismo, o de la operación, sino que es costoso también en términos de energía y tiempo por parte del niño y su familia. Para darse una idea del esfuerzo que debe hacer el niño implantado, vean en este video cómo es que suena el lenguaje a través de un implante coclear (a partir del minuto 9:30): https://www.youtube.com/watch?v=-wahZUs0aQY
Además, el aparato es molesto (sobresale de manera visible sobre el costado de la cabeza) y muy delicado. Debe sacarse para dormir, bañarse, correr o cualquier actividad muy fuerte. Y como si eso no fuera poco, puede estropearse fácilmente y requiere mantenimiento, probablemente más allá de lo que puede darle un niño en sus primeros años.
«La lengua de señas es un idioma pleno, perfectamente capaz de expresar toda la gama del pensamiento humano, que le permitiría al niño sordo exactamente el mismo desarrollo cognitivo que una lengua oral.»
Pero hay otra dificultad incluso mayor. El aparato debe ser implantado lo más pronto posible. Las investigaciones muestran que, si se hace la operación después de los tres años y medio, las posibilidades de éxito completo en desarrollar una lengua disminuyen. A mayor sea el niño, menos posibilidades de que la lengua oral resulte con las mismas condiciones que un niño oyente. Eso porque la capacidad para adquirir una lengua tiene un periodo crítico, es decir, va disminuyendo con la edad. Sería ideal que el implante se haga al nacer, pero eso puede traer complicaciones (el cuero del niño se transforma bastante durante los primeros dos años, haciendo necesarias otras intervenciones). Además, en muchos casos la sordera no se detecta sino hasta un tiempo después del nacimiento. Eso significa que un niño sordo sin acceso temprano a un idioma puede perder la oportunidad de desarrollarlo de manera plena.
Y no es lo único que puede perder. Las investigaciones muestran claramente que los niños sometidos a privación lingüística y aislamiento tienen problemas para desarrollar su cognición social (la llamada Teoría de la Mente), esto es, para reconocer estados mentales (creencias, emociones) en los demás y construir una relación apropiada con su entorno. Las consecuencias de esa limitación pueden acompañarlos durante mucho tiempo. Un estudio muy reciente sobre más de 1500 individuos sordos mostró que las personas que han sufrido privación lingüística tienen un riesgo considerable mayor de sufrir depresión y ansiedad, e incluso diabetes, hipertensión y enfermedades pulmonares (DOI: 10.1016/j.amepre.2020.04.016)
¿Por qué entonces no poner en contacto al niño sordo con una lengua de señas lo más pronto posible? La lengua de señas es un idioma pleno, perfectamente capaz de expresar toda la gama del pensamiento humano, que le permitiría al niño sordo exactamente el mismo desarrollo cognitivo que una lengua oral. Lamentablemente, los médicos y educadores tienen severos prejuicios contra las lenguas de señas, no aceptan su carácter pleno, y llegan hasta a castigar a los niños sordos por usar señas. Transmiten esos prejuicios a los padres con mucha facilidad. La consecuencia es que la vasta mayoría de niños y niñas sordas en nuestro país sufren privación lingüística, lo que los expone a los efectos ya descritos. Y esto se hace legalmente: en el Perú es legal impedirle el acceso a la LSP a un niño sordo.
Tan arraigado está este prejuicio contra la LSP, que hasta el Estado discrimina activamente contra la lengua de señas, incluso con el entusiasta apoyo de algunos lingüistas. En particular, a pesar del reconocimiento oficial a la LSP, el Ministerio de Cultura no la reconoce como una lengua originaria peruana, y así la excluye de la política lingüística nacional. Eso significa que no entrena intérpretes en LSP, no promociona la cultura sorda, y ni siquiera menciona la LSP en los catálogos de lenguas peruanas (ver https://lucidez.pe/los-sordos-peruanos-y-su-lengua-ignorada-por-hugo-olivero/)
Esta actitud discriminatoria estigmatiza aun más a la LSP, y coloca a los padres en una encrucijada. Por un lado, el médico les dice que no le den acceso a su hijo a la lengua de señas; por otro lado, el Estado la oculta, y, por lo tanto, la desvaloriza. La decisión que toman, de no incluir a su hijo sordo en la LSP, está casi forzada por las instituciones más prestigiosas.
Y ocurre que no hay contradicción entre usar implante coclear y adquirir la LSP. Al contrario, la adquisición temprana de una lengua de señas facilita la adquisición posterior de una lengua oral. Como mínimo, es la garantía de que el niño sordo desarrolle su cognición de manera plena, sin contar con que es la lengua que está más inclinado a aprender, porque se construye en la modalidad visual de manera perfectamente natural y sin más esfuerzo que el contacto de una comunidad señante.
Cualquiera de nosotros se indignaría de enterarse que un niño o niña ha sido encerrado, por ejemplo, en un sótano sin que nadie hable con él o ella, privándolo de una lengua. Probablemente llamaríamos a la policía inmediatamente. Pero esa es la realidad de casi todos los niños sordos nacidos en familias oyentes, encerrados en su propia mente, en su propia casa, a vista y paciencia de todos nosotros. Legalmente.
(*) Ph.D. y M.A. en Lingüística Teórica. Lingüista y docente PUCP.