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Editorial 10 de julio de 2024

No está claro si la convergencia autoritaria del gobierno y del Congreso debe ser descrita como una alianza o como el sometimiento voluntario de un poder al otro. Más allá de esa precisión, el caso es que ambos poderes del Estado avanzan juntos en una carrera por ahora indetenible hacia la destrucción de la democracia en el Perú. Su cooperación en la aprobación de normas antidemocráticas o dirigidas a favorecer a diversos actores delictivos es patente; también caminan al mismo compás en la paralización de instituciones clave para la democracia mediante el nombramiento de personas cuestionables para dirigirlas.

En la última semana esa mancomunidad autoritaria ha alcanzado nuevas cotas en la forma de una carta enviada por el Ejecutivo y el Congreso a la Corte Interamericana de Derechos Humanos. En esa comunicación rechazan el requerimiento de la Corte IDH de que el Estado peruano no adopte o no implemente la ley fabricada y ya aprobada por el Congreso para garantizar impunidad a los presuntos responsables de crímenes de lesa humanidad. El argumento se resume en una falacia: que ese requerimiento de la Corte IDH implica que “el Perú no es un estado constitucional de derecho y que carece de los mecanismos propios de una república democrática en la que operan el balance y el control de los poderes públicos”.

Dejando de lado el hecho de que la conducta del Ejecutivo y el Congreso demuestra, precisamente, el descalabro de los mecanismos de balance y control de poderes en el Perú de hoy, hay que recordar que el Estado peruano es, por decisión soberana, estado parte del Sistema Interamericano de Derechos Humanos, y que las normas de este sistema rigen para nuestro país sin ser en ningún caso una injerencia externa. Por el contrario, son normas como la que ha dado el Congreso y que está pendiente de ser aprobada por el Ejecutivo las que vulneran el estado constitucional de derecho.

Se ha señalado ya desde diversas instancias, incluyendo una nota emitida por la Oficina del Alto Comisionado sobre Derechos Humanos de las Naciones Unidas,[1] que la norma que declara la prescripción de crímenes de lesa humanidad carece de todo sustento jurídico y que su adopción significa el incumplimiento por parte del Perú de obligaciones contenidas en el derecho internacional. Se ha advertido, también, cómo esta norma que gobierno y Congreso defienden juntos frente a la crítica de instancias internacionales marcan un paso más en una oscura práctica de protección de intereses ilegales.

A todo eso se debe añadir, ahora, que en respuestas como las que se ha dado a la Corte IDH o como la que el ministro de Relaciones Exteriores dio hace semanas al embajador de Canadá a propósito de la ley para someter a las ONG, se advierte un progresivo énfasis en un discurso nacionalista que pretende desentenderse de obligaciones, compromisos y consensos internacionales presentándolos como intromisiones en la vida política del país. Este es el género de discurso que se viene oyendo en diversas partes del mundo donde surgen gobiernos populistas y autoritarios, un discurso que juega la carta del nacionalismo entendido como autarquía, y que es no solamente antijurídico sino también retrógrada. Los compromisos internacionales sobre derechos humanos asumidos soberanamente por el Estado peruano constituyen elementos insustituibles para la defensa de los derechos de la población. Son el último recurso de la ciudadanía para conseguir justicia frente al abuso y el crimen. Rechazarlos o desconocerlos bajo el sofisma de que son injerencias indebidas en asuntos internos es una forma de aislar a la población peruana del mundo democrático: en suma, una amenaza de secuestro de todo un país que no se debe consumar.


[1] https://www.ohchr.org/en/press-releases/2024/06/peru-draft-bill-establishing-statute-limitations-atrocity-crimes-contravenes