La vida de Jesús es para los cristianos la manifestación de la Encarnación de Dios, el ingreso del Espíritu en el horizonte temporal de lo humano como tal. El mensaje de entrega de amor incondicional a los demás –particularmente a quienes sufren– constituye el legado de Jesús a la humanidad. El compromiso con este mensaje es el signo crucial de la amistad con Dios: “Si uno dice “yo amo a Dios”, y odia a su hermano, es un mentiroso. Si no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve”. Este es un criterio real para reconocer a quien cree genuinamente en Cristo. En contraste con el ritualismo, la intolerancia y la obsesión por la pureza doctrinal que cultivaban los fariseos, Cristo pone énfasis en la práctica de la caridad. En más de un sentido, Jesús fue capturado y entregado a la muerte por la radicalidad de ese mensaje y de esa forma de vivir que desafiaba a la jerarquía religiosa de su época. No ejerció resistencia ante sus captores –ni consintió acto de violencia– en perfecta coherencia con la prédica de compasión y paz que guiaba sus acciones. La Cruz es consecuencia de esta absoluta concordancia entre magisterio y vida.
En el caso de Jesús, no existe muerte sin resurrección: este es un mensaje claro para quien cree y practica la Caridad. El Evangelio nos transmite una verdad tanto espiritual como moral, que la muerte no puede prevalecer sobre la vida, que en este conflicto la vida triunfará sobre la muerte. Este mensaje de esperanza constituye el corazón del cristianismo, un mensaje que el creyente ha de considerar bajo la forma de la encarnación en los diversos asuntos de la vida. El otro es nuestro hermano, más allá de su origen, raza, cultura, situación económica, género o sexualidad: proteger su vida, libertad e integridad constituye una prioridad para el cristiano. Esta actitud supone ver el rostro de Jesús en toda persona, más allá de si discrepamos de sus ideas o nos irrita su estilo de vida. El imperativo de la Caridad exige la atención compasiva de todo ser humano sin distinción.
Las celebraciones de Semana Santa nos recuerdan estas exigencias. Ver el rostro de Jesús en el otro –particularmente en el que sufre injustamente– es un desafío moral y espiritual para el creyente, un reto que se plantea en todos los escenarios de la vida. Nos interpela como miembros de una comunidad golpeada por la injusticia y por la violencia. Aproximadamente setenta mil personas murieron o desaparecieron en las dos décadas del conflicto armado interno.
Pertenecían en su mayoría a las zonas rurales de las provincias del Perú, no tenían el castellano como lengua materna, y carecían de las comodidades que brinda una situación económica confortable. Rehusarse a conocer la historia de aquellas personas, guardar silencio frente a su dolor, implica desoír el llamado de la Caridad al que el mensaje de Jesús alude. Acoger la palabra de los que claman justicia, atender al forastero, al enfermo, al reo, a la víctima, es condición para acceder al Reino. Es preciso saber reconocer que Jesús está en los templos, pero también está presente en la condición de quienes hoy sufren, requieren de nuestro cuidado e invocan nuestro sentido de justicia.