Se suele establecer una diferencia entre memoria e historia que, pienso, resulta polémica. Según ella, la memoria pertenecería al puro reino de la subjetividad y sería por eso una práctica estrictamente individual, mientras que la historia se reclamaría del reino de lo general y objetivo.
Tal tesis implicaría tácitamente que la memoria tendría un frágil compromiso con la verdad, puesto que se afincaría en el punto de vista particular de cada cual. De otro lado se propone concebir la historia como un discurso “objetivo”, es decir, comprometido sólo con la “verdad”, dejando en un segundo plano cualquier eco de experiencias humanas concretas.
En realidad, la memoria, si bien corresponde a las vivencias específicas de las personas y la elaboración mental de las experiencias del pasado, no es un fenómeno fatalmente limitado por la individualidad del que recuerda. Ella encuentra un espacio de objetividad en el hecho de que ha de ser intersubjetiva. No se trata por tanto de un relato que cada quien se cuenta en su fuero interno y sin mayor interrelación con los demás; para ser memoria, esos recuerdos del pasado han de entrar en un tejido que supone nuestra natural sociabilidad y el someterse, de algún modo, al control de aquello que no soy yo. Distintas personas cotejan sus representaciones del pasado y de ahí surge una memoria que no pertenece a nadie y que pertenece a todos. Esa intersubjetividad postula pues una cierta objetividad: la memoria es comunitaria, colectiva y, en esa medida, es una experiencia que trasciende al individuo que recuerda.
Por su parte, la historia no está afincada en el reino de la neutralidad moral. Es cierto que sus materiales y sus aspiraciones apuntan a insertarse en el territorio de la objetividad. La historia de un pasado violento establece hechos, acciones, corrientes, tendencias y pautas que, en principio, no dependen de cómo hayan sido recordadas. La historia rehúye al relativismo o a la singularidad de un solo punto de vista. Pero, al mismo tiempo, su buscada objetividad se construye a partir de vivencias personales y es así que reconstruye pasados dentro de un marco de valores. Además, y a partir de testimonios, la escritura de la historia está, de algún modo, condicionada por lo que quisiéramos que fuera el futuro. Y en esa medida ella se impregna de alguna orientación axiológica.
Lo señalado implica que una adecuada confrontación del pasado violento necesita forjar una combinación entre las dos posturas. La memoria tiene un elemento movilizador de conciencias que no es propio del discurso científico. Pero para que ese movimiento sea constructivo, debe anclarse en la verdad. La historia brinda elementos de objetividad, pues no pertenece al mundo de los afectos y las convicciones íntimas pero, por eso mismo, necesita conversar con la memoria. Ambas son diferentes, pero pueden convivir, cuando se trata de aportar salidas a un pasado represivo o violento: verdad y valores, hechos y sentimientos, han de avanzar juntos para ofrecer caminos creativos y constructivos frente a periodos de infortunio.