No ha sido un camino fácil. No es, de hecho, un camino que se haya terminado de recorrer. Todavía hay muchas fuerzas hostiles al ejercicio de la justicia frente a las masivas y atroces violaciones de derechos humanos que se cometen en conflictos armados y bajo gobiernos autoritarios. Pero, en términos generales, se ha llegado a valorar mejor el papel de la justicia y se ha llegado a comprender, también, que la realización de juicios, cuando se hacen dentro del marco del debido proceso, y al mismo tiempo con seriedad y rigor, constituyen importantes oportunidades para el aprendizaje colectivo. El papel pedagógico de la justicia y de la búsqueda judicial de la verdad no puede ser desdeñado en sociedades que necesitan aprender o reaprender el valor de la dignidad humana y el carácter inaceptable de la violencia, del abuso y de la sevicia.
Vale la pena considerar esta cuestión en estos días en que el país ha oído la voz indiferente, ajena a todo arrepentimiento, de Telmo Hurtado, el ex teniente del Ejército Peruano que participó de modo protagónico en la masacre de Accomarca. Como recuerda el informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación “el 14 de agosto de 1985, una patrulla del Ejército, perteneciente a la compañía “Lince” de Huamanga, al mando del entonces subteniente Telmo Ricardo Hurtado Hurtado, asesinó a 62 comuneros, entre mujeres, ancianos y niños, habitantes del distrito de Accomarca, provincia de Vilcashuamán, Ayacucho. La matanza se llevó a cabo como parte del “Plan Operativo Huancayoc”, una acción antisubversiva planificada por la organización militar de la Sub Zona de Seguridad Nacional No.5, con desprecio por la vida de civiles inocentes”.
Las declaraciones de Hurtado en el juicio que se le sigue nos aleccionan una vez más sobre los extremos de indiferencia por la vida humana a los que se llegó durante los años de la violencia. El perpetrador se refiere con la mayor frialdad, sin ninguna señal de arrepentimiento, a la ejecución extrajudicial no solamente de personas que consideraban sospechosas de terrorismo, lo cual ya hubiera sido criminal en sí mismo, sino también de personas de las que no se tenía ninguna sospecha. Tan grave como eso es lo que ha revelado en el sentido de que sus superiores lo instruyeron para que fingiera incompetencia –“hacerse el loco”, son sus términos— ante una comisión investigadora del Congreso, de manera que no pudiera delatar a ninguno de los otros oficiales implicados. A ello se suma, además, la decidida política favorable a la impunidad puesta en acto por el gobierno de Alberto Fujimori, el cual no sólo amnistió al perpetrador sino que además lo promovió dentro de la carrera militar.
Oír las palabras de un autor de crímenes tan horrendos como el que constituye la masacre de Accomarca es siempre fuente de disgusto y de desasosiego; es confrontarse con lo peor de nuestra realidad humana y es, además, reconocer el mal que vive entre nosotros y que muchas veces toleramos por conveniencia o por indiferencia. Es por ello que muchos en el Perú se resisten todavía al ejercicio de la memoria. La palabra del perpetrador nos desafía colectivamente. La respuesta a entregar no es otra que la de tener la valentía de mirarse al espejo y de tomar la medida de nuestros males, ello si deseamos crecer en humanidad, justicia y dignidad.
La perversidad de los crímenes que se cometieron en el Perú, fueron tan atroces y alcanzaron tales cotas de inhumanidad que sólo desde el cinismo o la amoralidad se puede preconizar el perdón y la impunidad. Nuestra sociedad no necesita cerrar los ojos sino mirar y aprender.>>Nota: Este artículo fue publicado el 15 de abril de 2012 en el diario La República.