Ir al contenido principal Ir al menú principal Ir al pie de página
Editorial 8 de septiembre de 2020

Una sociedad democrática es definida, entre otros elementos, por la manera como trata a los sectores más vulnerables de su población. En esa dimensión está en juego, efectivamente, la realidad de una democracia en cuanto régimen que reconoce y garantiza derechos fundamentales. Desde esa óptica –no es un secreto—el Perú tiene todavía una enorme tarea por delante.

Entre los sectores vulnerables de nuestra sociedad –pueblos indígenas, mujeres, población LGBTI—en los últimos años se ha hecho visible la población migrante. La razón es obvia: la masiva inmigración de ciudadanos venezolanos al Perú, que se ha convertido en el país con mayor acogida a ciudadanos de ese origen después de Colombia.

Pero no es lo mismo hacerse visible que recibir reconocimiento o protección. De hecho, en muchos casos se produce el efecto contrario: xenofobia entre la sociedad e indiferencia u hostilidad burocrática de parte del Estado.

«Las personas en situación de movilidad enfrentan numerosas dificultades para el ejercicio de sus derechos en el Perú. La primera de ellas es el muy limitado reconocimiento de la condición de refugiado y la imposición del requisito de visa para el ingreso al territorio peruano.»

Por lo dicho, se puede afirmar que una de las asignaturas pendientes para la democracia peruana es asegurar a las personas inmigrantes y a la población en situación de movilidad, de cualquier nacionalidad, un tratamiento respetuoso de sus derechos. Esa tarea se encuentra subrayada, además, por los diversos instrumentos internacionales sobre la materia de los cuales el Estado peruano es suscriptor.

Las personas en situación de movilidad enfrentan numerosas dificultades para el ejercicio de sus derechos en el Perú. La primera de ellas es el muy limitado reconocimiento de la condición de refugiado y la imposición del requisito de visa para el ingreso al territorio peruano. Pero eso no es todo. Además, los inmigrantes deben enfrentar problemas como los asociados a la trata de personas y diversas formas de explotación laboral. Hay que añadir, finalmente, que dentro de esa población las mujeres experimentan un grado de vulnerabilidad mayor. Esta se expresa, por ejemplo, en mayores barreras y riesgos en su inserción en el mercado laboral.

Es cierto que, en los últimos años, el creciente flujo de personas migrantes ha motivado también algunas transformaciones de las políticas públicas en materia de movilidad humana. El Perú ha debido adaptarse con cierta velocidad a una inmigración que devino masiva en el curso de pocos años. Pero esas políticas son todavía insuficientes. Problemas como la corrupción en la administración pública siguen afectando a las personas migrantes en forma de actos de extorsión y otros. De otro lado, la red de albergues y otras instalaciones para acoger a las personas que se encuentren en situación de desamparo es todavía muy limitada.

A todo ello se suma, como es evidente, la crisis sanitaria actual. El gobierno no ha hecho todavía lo suficiente para incluir a todos los inmigrantes venezolanos como beneficiarios de las medidas de emergencia que se van adoptando para hacer frente a la pandemia de COVID-19. Esta crisis los afecta no solamente desde el punto de vista sanitario, lo cual ya es grave por sí mismo, sino también desde la óptica de la seguridad laboral y financiera. Y esto último, por su lado, agrava su vulnerabilidad a la explotación laboral ya mencionada.

En resumen, urge reexaminar las medidas administrativas y las políticas públicas actualmente vigentes sobre esta materia, reconociendo que los problemas comienzan desde las normas para el reconocimiento del estatus legal y migratorio de las personas.

Editoriales previas: