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Editorial 25 de agosto de 2020

Cuando la Comisión de Verdad y Reconciliación presentó su Informe Final, el 28 de agosto de 2003, propuso al estado y a la sociedad que hicieran de ese documento una oportunidad de reconocimiento y de reflexión. El reconocimiento se refería, evidentemente, a lo que nuestro país le debe a las víctimas: señales de respeto y acciones de justicia y reparación. Todo ello implicaba, en primer lugar, admitir y exponer la verdad sobre los crímenes cometidos. La reflexión se refería a los factores que hicieron posible el conflicto y, dentro de este, la atrocidad y también la impunidad. Esa reflexión tendría que conducir a necesarias transformaciones bajo la forma de reformas institucionales y otras importantes decisiones políticas.

Transcurridos diecisiete años, la deuda de reconocimiento hacia las víctimas no ha sido honrada. Es cierto que se han dado normas y que se han generado instituciones encargadas de las reparaciones y de la búsqueda de personas desaparecidas. También es verdad –y esto debe ser reconocido—que en esas instituciones trabajan muchas personas sinceramente comprometidas con sus labores. Pero, en términos generales, las víctimas no han llegado a recibir una respuesta satisfactoria de parte del Estado –y esto incluye al Poder Judicial y al Congreso—ni tampoco de la sociedad.

«Se puede decir que las reformas institucionales han sido un capítulo casi enteramente ignorado del informe final de la CVR.»

En ese mismo lapso, por otro lado, si algo ha sido completamente ignorado, eso ha sido la necesidad de realizar significativas transformaciones en el país. Se puede decir que las reformas institucionales han sido un capítulo casi enteramente ignorado del informe final de la CVR. Entre tanto, hemos tenido hasta cuatro gobiernos que han conducido al país sin un plan claro sobre cómo asentar nuestra democracia y cómo hacer que esta sea equitativa e incluyente.

La situación que hoy vive el país –esta expansión aparentemente sin control del contagio de Covid-19, y las penurias que las políticas de contención han impuesto a enormes porciones de la población—son un nuevo y amargo recordatorio de aquella negligencia. Y eso ocurre en dos sentidos. Por una parte, está claro que, si las medidas de control del gobierno no han dado el resultado esperado, ello es por las condiciones de profunda precariedad e inequidad que afectan a la población. Por otra parte, es evidente que, por esa misma precariedad, esas medidas resultarán particularmente gravosas para el país en términos de ahondamiento de la pobreza y de la exclusión. Y hay un tercer elemento: esa misma exclusión, y esa misma inequidad, harán más difícil la recuperación económica del país. No se puede construir una economía próspera sobre la base de la precariedad de la mayoría y la opulencia de un pequeño porcentaje de la población. O, en todo caso, los atajos para hacerlo –como el favorecimiento de la extracción de recursos a expensas de la población indígena—resultan antidemocráticos y reñidos con los principios y normas de los derechos humanos.

En suma, los mensajes de la Comisión de la Verdad de hace diecisiete años cobran una perturbadora actualidad durante la crisis sanitaria, pero atañen, además, al futuro de la democracia en el Perú. La negativa al cambio y al reconocimiento siguen siendo un lastre para nuestra vida pública.


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