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Editorial 14 de julio de 2020

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. Así empieza y así termina uno de los relatos más famosos, y seguramente el más breve, de la literatura latinoamericana. En el Perú de los meses de la cuarentena nadie pensó, obviamente, que el gigantesco mal de la corrupción había desaparecido porque no se hablaba de ella; pero de todas maneras es impactante y perturbador reconocer su omnipresencia, ahora que la vida nacional intenta recobrar poco a poco su normalidad.

Un vistazo ligero a las informaciones del día nos hace recordar, en primer lugar, la corrupción en el núcleo mismo de la administración de justicia: la Junta Nacional de Justicia ha aprobado una suspensión de seis meses al fiscal supremo Tomás Gálvez por el caso de su presunta vinculación con la organización criminal Los Cuellos Blancos del Puerto. Ese mismo órgano colegiado tiene pendiente decidir sobre una suspensión de 120 días al fiscal supremo Pedro Chávarry por obstrucción a la investigación sobre Fuerza Popular y Keiko Fujimori. Hoy, como hace cuatro meses, el Perú enfrenta este desafío que por ahora ha parecido insuperable: sanear la administración de justicia mientras los factores más hostiles a la moralización están anidados en el corazón mismo del sistema.

La Fiscalía ha presentado, por otro lado, una denuncia constitucional contra Héctor Becerril, parlamentario por Fuerza Popular en el anterior Congreso, por su presunto involucramiento en delitos de tráfico de influencias y de pertenencia a una organización criminal. Becerril es un emblema ominoso de la protección (o blindaje, según el argot político peruano) que los congresistas ofrecen a sus colegas bajo sospecha o incluso detectados en flagrantes faltas o delitos. Al mismo tiempo, el actual Congreso mantiene su renuencia a aprobar medidas que impidan que personas con sentencias en primera instancia postulen al Congreso y eventualmente se conviertan en parlamentarios. Una vez más, la moralización encuentra sus mayores obstáculos en el centro mismo de la institucionalidad.

«En la lucha contra la corrupción en el Perú la acción fiscal, siendo indispensable e insustituible, es solamente un fragmento de respuesta.»

A esto hay que sumar la información sobre las prácticas corruptas de las organizaciones políticas y de sus líderes, es decir, de aquellas entidades que tienen en sus manos el manejo de las reglas cuando sus miembros acceden a cargos públicos. El caso de Fuerza Popular y de sus líderes está todavía pendiente de resolución, y hoy surgen informaciones de enorme gravedad sobre los manejos corruptos durante la gestión edil de Susana Villarán y la organización Fuerza Social. Pero, como sabemos, no son las únicas organizaciones en esa situación. Por lo demás, aquellas sobre las que no hay informaciones fehacientes, al menos han estado involucradas en la protección a políticos y funcionarios acusados o bajo sospecha.

Así, lo que tenemos, en conjunto, no es solamente una nutrida nómina de casos de corrupción y casos y nombres evidentemente comprometidos con actos dolosos o bajo sospecha; tenemos algo más grave aún: la constatación de que la corrupción, o los factores que la permiten y protegen, están sembradas dentro del tejido institucional del Estado, y no en sus márgenes sino en su centro mismo: los fiscales de más alto rango así comprometidos parecen hasta ahora inamovibles y con margen de acción para favorecer intereses propios y ajenos; los parlamentarios que fueron elegidos después de disuelto el anterior Congreso se empeñan en encubrir la corrupción y en facilitar que esta se reproduzca dentro del Poder Legislativo en futuras elecciones; las organizaciones políticas de las más diversas orientaciones están diversamente teñidas por las maniobras corruptas de Odebrecht y otras corporaciones. Pero más allá de nombres y organizaciones, siguen vigentes e invariables las reglas de contratación con el Estado –como, por ejemplo, las de las Asociaciones Público-Privadas— que hacen posible en gran parte la corrupción, y no existe ninguna iniciativa relevante para cambiar ese estado de cosas.

En la lucha contra la corrupción en el Perú la acción fiscal, siendo indispensable e insustituible, es solamente un fragmento de respuesta. El factor más importante, mirado el problema en perspectiva, es la reforma política e institucional, para la cual no se ve una vía abierta en el futuro cercano.

A diferencia de lo que ocurre en el microrrelato, la corrupción no es un mal imposible encarnado en el mundo real, sino una expresión de la ilegalidad y del delito incrustada en las leyes y las instituciones. Esa es su corrosiva anomalía. Y hay que saber que sin reforma política e institucional siempre estará allí.


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