Fuente: Andina.
Resulta poderosamente simbólico que la instalación del nuevo consejo directivo de la Sunedu, con la cual se materializa la ejecución de la ley 31520, sea un auténtico muestrario de irregularidades: un consejo que entra en funciones con solamente cuatro de sus siete miembros obligatorios; un representante del ministerio de Educación, verdadero gestor de la apresurada instalación, que no está legalmente habilitado para ese papel; una maniobra previa ante el Tribunal Constitucional que sirvió para enervar una acción de amparo aceptada por el Poder Judicial; una mayoría de universidades públicas que no reconocen a quienes han sido designados como sus representantes, etc.
Queda pendiente, ahora, la elección del nuevo presidente de esa entidad. Pero independientemente de quién sea el designado es innegable que estamos ante una contrarreforma universitaria, una operación de demolición institucional de ribetes vandálicos. Con la puesta en vigor de la ley 31520 se procede a destruir una de las pocas políticas públicas que en los últimos años han significado alguna posibilidad de cambio y mejora en la gestión de la educación en el Perú.
La destrucción de la Sunedu o su transformación en un organismo hipotecado a intereses particulares ha sido documentada paso a paso desde que el Congreso se propuso aniquilarla. A lo largo de ese penoso itinerario no hubo nunca una expresión de voluntad política que se opusiera con sinceridad y firmeza a esta ley. A la voluntad concertada de los enemigos de la reforma universitaria se opuso, a lo sumo, una reacción formal, casi protocolar, nunca un serio intento de activar resortes políticos eficaces, nunca una campaña liderada con energía desde algún sector del Congreso o desde el gobierno para defender la mejora del sistema universitario. Frente a ello, la coalición de intereses de los grupos que dominan el Congreso y los grupos que desde fuera influyen sobre ellos ha resultado exitosa. Solamente la voz de la sociedad civil se hizo sentir. Hoy que se consuma la liquidación de la reforma universitaria, el propio ministro de Educación del actual gobierno se suma a la demolición con acusaciones o insinuaciones ominosas contra quienes en los últimos ocho años estuvieron a cargo de la institución.
Es importante resaltar esto porque subraya un aspecto particularmente inquietante de la crisis por la que hoy atraviesa el país. El semblante más perturbador y dramático de esta crisis, hoy, se encuentra en las decenas de muertes producidas en el contexto de las protestas, muertes por los que las autoridades en ejercicio deberán responder en algún momento. Pero ello, siendo lo central y lo urgente, no debería opacar el auténtico desguace institucional que están llevando el Congreso y el gobierno, actuando ahora de acuerdo, al parecer, aunque también lo venían haciendo ambos poderes en aparente conflicto desde antes. Ese conflicto era real en lo que atañe a la lucha por el poder; era un falso conflicto, más bien un tácito acuerdo, en lo relativo a la erosión de instituciones y políticas públicas.
El Perú de hoy, atenazado por esta crisis terminal, que ha sido primero política y ahora es también una crisis de derechos humanos, no parece tener recursos para defenderse de este ataque concertado contra sus instituciones. Y, sin embargo, es necesario seguir defendiéndolas mediante la exposición crítica y la denuncia, y mediante la acción ciudadana.
La destrucción de la Sunedu es grave en sí misma, pero además es emblemática de lo que está ocurriendo en el país. Aunque la contrarreforma parece consumada, hay todavía actores de la sociedad civil procurando detenerla por medios judiciales, es decir, con las armas que ofrece el Estado de Derecho. El resultado que se obtenga en ese empeño dará una medida de cuán posible es, todavía, y a pesar de todo, el salvataje de la gobernabilidad democrática en el Perú.