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Editorial 17 de marzo de 2020

El primer e indispensable acto de responsabilidad ante la pandemia de Covid-19 causada por el coronavirus es reconocer públicamente, sin alarmismo, pero también sin retrasos ni disimulos, la gravedad de la amenaza. Eso resulta evidente, pero no es lo que se hizo en algunos de los países donde hoy el número de contagiados y el ritmo del contagio son los más altos e intensos. Por ello, es justo reconocer la prontitud con la cual el Gobierno ha adoptado medidas de contención del contagio, sin menoscabo de evaluar la suficiencia, la pertinencia o la practicidad de esas medidas.

La declaración de un estado de emergencia, con restricciones para el tránsito personal, se suma a dos medidas previas como fueron la postergación del inicio de clases escolares y universitarias y la restricción de vuelos desde ciertos países hacia el Perú. Un estado de cuarentena cuando el número de contagiados en el Perú  ha llegado a 117 personas aparece como una decisión rápida y oportuna, y así ha sido reconocido por la mayoría de la población. La urgencia mayor es evitar una expansión descontrolada del contagio.

Diversas circunstancias nacionales subrayan esa urgencia más allá de las características específicas del virus: por ejemplo, la debilidad institucional del sistema de atención de salud, la carencia de suficiente equipamiento médico para atender a un número alto de enfermos en estado crítico, las condiciones estructurales de vulnerabilidad en la que vive gran parte de la población, tales como la pobreza y la falta de servicios básicos. Todas ellas son, desde luego, deudas históricas que nuestro Estado tiene frente a la sociedad en general y que hoy se nos revelan una vez más en toda su dramática injusticia.

En los próximos días se comprobará el grado de eficacia de las medidas adoptadas por el momento. Hay que subrayar desde ya algunas dimensiones del tratamiento de la crisis que no deben ser descuidadas aun reconociendo la situación de urgencia en que nos encontramos.

«Esta emergencia colectiva nos encuentra sin haber resuelto todavía hondas situaciones de inequidad.»

Es importante señalar, en primer lugar, la importancia de que estas medidas sean ejecutadas con estricto respeto de los derechos humanos. Como ha señala un grupo de expertos de las Naciones Unidas, si bien se reconoce que se enfrenta una grave crisis y que el derecho internacional permite a los estados el uso de poderes excepcionales, “cualquier respuesta de emergencia al coronavirus debe ser proporcionada, necesaria y no discriminatoria”.[1] Igualmente, se resalta que los estados de emergencia, si bien justificados en estos casos, “no deben usarse como base para atacar a grupos particulares, minorías o individuos. No debe funcionar como una excusa para la acción represiva bajo pretexto de proteger la salud, ni debe usarse para silenciar el trabajo de los defensores de los derechos humanos”.

Del mismo modo, una respuesta a la crisis que sea sensible a los derechos humanos y respetuosa de ellos debe prestar atención a aquellos sectores de la población que resulten especialmente vulnerables y, en cuanto sea posible, adecuar las estrategias y acciones a los distintos entornos y situaciones de esa población. En nuestro caso, la población rural y, en particular, indígena reclama respuestas específicas a una situación histórica de alta vulnerabilidad.

Como se ha dicho, esta emergencia colectiva nos encuentra sin haber resuelto todavía hondas situaciones de inequidad como, entre otras, las que provienen de la situación socioeconómica y de las identidades de género. La crisis debe incitar, también, a reconocer la urgencia de atenderlas en el corto plazo.

Por último, si bien hoy los ojos están puestos en las respuestas del Estado ante la emergencia, es indispensable comprender que ninguna política de prevención o contención funcionará sin la colaboración de la ciudadanía. Una ciudadanía informada y disciplinada, consciente de sus derechos y deberes, no pasiva sino involucrada, puede hacer la diferencia. En estos momentos está sometida a prueba nuestra sociedad entera: nuestro Estado, nuestras instituciones, nuestras organizaciones sociales y también, de manera importante, nuestras conciencias individuales en tanto personas responsables y solidarias.


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